Avanzo con los zapatos calados
hasta los huesos, temblando de labios y dientes, con la lluvia afirmándose en
el mundo, que es el Centro del DF para mí. Camino esquivando los chicles
pegados en la acera, los aullidos no sé si de los perros o de aquellas piedras
a medio esculpir con la mano estirada que abaten con su indolencia, con su
desapego del tiempo al clima que termina por embozarme.
La prisa de los
paraguas se agita en contracorriente de mí; pedazos de unos labios, de un olor,
de un “cinco minutos más…” penden aún de un poste de luz. A lo lejos la
esperanza de unos tacos es anunciada por el vapor de la carne y la grasa que
sube hasta perderse en las volutas de la noche y los ensueños de mi estómago
que en vigilia sólo añora.
Camino y pienso en
la gentileza de un café, en el tacto de la porcelana caliente, en los pasteles
de plátano con nutela o el queridísimo de elote que se derriten en la cuchara, pero
agito la cabeza, niego, me doy valor y palmadas en los cachetes. No, me digo,
no, quedé en algo. Yo que siempre fallo, al menos esta vez, que la palabra diga
sus memorias, no serán las últimas, tampoco hay que ser funestos, pero quedé
con aquel de cumplir una promesa, de entrar a saco y sin mesura en el pasado común, enel que un par de
senos bondadosos anuncian el tarro, espumante, casi fuera de su escote de
vidrio –calenturas de una mente enferma que nunca ha ido al oktoberfest ni ha visto jamás meseras
como aquellas–, y sí a un viejo chimuelo de sonrisa de brinco y de trapo
acomedido que en dos por tres limpia la mesa y toma el pedido algo parco –a decir
verdad– de dos pseudointelectuales uno panista –si leyó la entrada anterior lo
podrá comprobar– y otro de izquierda recalcitrante; además mis recuerdos, la
parte que me toca dilucidar hoy, aunque se remachan y se amachan con las
cervezas no empiezan allí, si no en los pulques, manjar del jodido, del
peladito o del hispter de ocasión.
Los
martes, lloviera o tronara, nos esperaban Las Duelistas, habrá mejores pulquerías,
no lo niego, pero el centro y el camino de López hacia la pulcata tienen un
cierto encanto, un aire de familia, por así decirlo; caminar por aquellas
calles era como el tentempié idóneo, el camino de mi proceso iniciático que iría
de las fiebres intelectuales hasta otras más tangibles pero más lejanas, aunque
eso sí, urgentes, urentes y turgentes invariablemente. “¡Ay, mujeres de la
Quinta Avenida!” o “a todas las hallo bellas y a todas favoritas.”, para
terminar diciendo que no a todas, claro está.
La puntualidad era
esencial en nuestros martes, como las mochilas o el estar volteando a todos
lados buscando un rostro, un cuerpo como un vaticinio de que el día sería
pródigo en sus bienes; además, al menos para mí sólo la mujer puede afilar y
enrabiar mi imaginación, necesaria para un encuentro de tal envergadura, porque
ante todo, somos escritorcillos, sí señores, pseudopoetas no del hambre sino
hambriados; las hojas blancas y los lápices, nuestras armas que enristrábamos
en ese jolgorio de risas y olvidos, las hojas muchas de ellas recicladas –por
si algún engendro-custodio de la naturaleza lee esto– con su pulular bien
nutrido de negros insectos de tinta que terminaban guillotinados por el carbón
del lápiz o ahogados y machacados en los mojados círculos del tarro; todo ello
era si no vital, sí el pretexto necesario para empinar los codos en todos esos
mundos que nos ayudaban a soportar la vida, en hacer habitable la semana, el
minuto, el propio cuerpo tan peludo y rijoso, al menos el mío, de mi amigo no
hablo porque ya hasta las entradas de su pelo parecen ejes viales.
Para mí los martes
eran la culminación de la semana, la base que sostenía el equilibrio de mis
huesos y mantenía a raya el pesimismo que cada vez es más difícil de soportar.
Muchos dirán que
es el alcohol lo que nos conjuraba, que no me haga pendejo, para qué tanta
justificación, puede ser, pero entonces no tendría qué escribir y no podría
cumplir con la cuota semanal en mi Vagalia. Además, no, no puede ser eso, por
más pantagruelezcas gargantas que teníamos o que yo tenía, los motivos eran
otros. Nadie me puede culpar de que mi constitución fisiológica fuera apta para
los vicios de menor grado. Vicios de menor grado –ay, güey–. Ustedes
perdonarán, tienen toda la razón, darles un valor, ponerlos en una escala es
absurdo. Soy el menos adecuado para ser censor de vicios y virtudes.
Dejando a un lado
la perorata, lo cierto es que nos veíamos por el mero gusto de hablar, la
mayoría de las veces en la entrada de Las Duelistas, en aquellas puertas verdes
que para mí siguen significando la frontera entre lo tangible y lo intangible;
entre necesidades espirituales y materiales. Porque esos son los lugares que
nos despojan de las máscaras de la monotonía y de las frustraciones y nos hacen
adoptar otras, más resquebrajadas, más carnavalescas -si es que aún se tiene la fuerza o la
capacidad de ponerse una más-; o bien, simplemente se está con la cara que nos
resta, con las moronas que aún nos constituyen como ser humano, tan mísero y
desnudo como cualquier otro. Es allí donde se entronan las palabras y los gestos,
que se coronan los deseos y las imaginaciones, que si bien no son concretadas
sentimos su cercanía, la posibilidad de hacerlas tangibles; pero también, y no
nos engañemos, presentimos que la fiesta en cualquier momento terminará, unas
horas a lo mucho, pues nadie tiene tanto hígado, ni tanta fuerza para mantener
el simulacro, la escisión con la vida que nos da de tragar y nos aleja del
despilfarro sensitivo.
Pero bueno, al
entrar en la pulcata cada uno de nosotros tenía sus preferencias, él prefería
las barras –pero es justo darle un nombre, nombrémosle Patidifuso–, quizá por
el ánimo de querer darle la espalda al mundo o para hermanarse con los
solitarios, los desposeídos, con aquellos que sin pena piden su cubeta y ven
pasar las horas de su rostro. Quizá se deba en Pati… a un ritual de su
izquierdismo a ultranza –hay tanto misticismo y mártires y biblias y mitos en
esos seres ungidos de rojo que alguien no iniciado como yo no comprende aún– o
quizá sea un símbolo espacial de su rojizmo, bueno, la verdad no sé y es mejor
no jugar con esas cosas, no se me vaya a aparecer Marx o el Ché…
Yo, al ver a las
personas allí sentadas, las siento como huérfanos, solitarios que, por
convicción o no, por tendencias suicidas o políticas o ve tú a saber por qué, prefieren
encerrarse en las honduras del espejo que les devuelve, en primer lugar, la
calva del cantinero o en este caso pulquero limpiando los vasos; en segunda, el
imperceptible saludo apocado de ellos mismos que los inviste de cierta nobleza
andrajosa y beoda que los sentados en las mesitas de plástico o de manera ya
medio podrida no tenemos, o al menos no la notamos, porque nosotros necesitamos
el mundo, sabemos que una barra nos aniquilaría porque estamos cansados de
nosotros mismos y necesitamos al otro: la sonrisa de una mujer, de un cuerpo
gentil escurriendo o apachurrándonos con sus dones, sobre todo si es viernes en
la tarde, pues esa promesa o espejismo se aglutina sobre todo los fines de
semana y más si es quincena.
Cuando
por fin entramos y después de los primeros saludos y de jugar a las sillitas y
al fin quedar sentados, pedíamos usualmente un litro de curado –el estómago no
daba para más, al menos en los últimos tiempos– para ir lubricando la mente,
las historias, las memorias, esos trocitos de felicidad que iban aquilatando la
mirada, sacando de la norma a la lengua y al lenguaje y así, como personajes
Proustianos, empezábamos a recordar versos, nombres, novelas, personajes
literarios, lugares que poco a poco se encarnaban en nosotros o en cualquier
otro que a tiro de piedra le notáramos cierto parecido con alguien o algo;
cuántas mujeres de la Quinta Avenida no pasaron cerca y tan lejos de nosotros,
cuántos hombres –y nosotros mismos– nos recordaban ese poema de Bonifaz Nuño
que parece un himno para todo aquel desposeído que no tiene un disfraz hipster
y unos lentesotes para ir a algún baile en pro de las cochinillas de la India y
que siempre, siempre alguna vez, vieron incumplida alguna cita y salieron
despreciándose.
La pulcata nos
hermanaba con el otro o al menos nos hacía compañeros con el de al lado; necesidad
angustiante de salir de nuestro kafkianismo al menos por el tiempo en que
duraba el hechizo de la conversación; porque conversar, no es presumir lo que
se tiene, tampoco lo que a uno le falta, conversar es compartir, es departir los
panes, su santidad –que tanto me recuerda a Pati… más que a Velarde–, pero
también el dolor, la carga del mundo que parece no soportarnos más.
Mis martes eran
algo sagrado porque eran un encuentro con esa parte mutilada de nosotros mismos
que el siglo veinte y el veintiuno se han dedicado sistemáticamente en enterrar:
nuestra parte sensible, espiritual, intangible, humanística –en memoria de…– etc.
La palabra para mí, al menos en mis martes, y en la actualidad cada que veo a
Pati…, tiene el don de religarme con el mundo, se desliza como el pulque,
cargada de una verdad viscosa que nos acaricia el gusto, que nos llena la boca,
hasta rodar densa y delicada fuera y dentro de nosotros, alimentando los
minutos, esas sillas que de repente sostenían algo más que sólo dos esqueletos…
Porque allí el diálogo estaba liberado de cualquier mezquindad o interés. Conversábamos
en un estado puro, en una especie de ingenuidad con toda la mala leche de los
años y las lecturas corridos, pero también nos desdoblábamos en maestros y
alumnos, pues uno aprende bastante si escucha al otro y más si, como dije, no
tiene empacho de guardarse nada, aunque a veces, en nuestras charlas, yo parecía
mariachi desbocado en tristezas y Pati… siempre ecuánime, aún en los momentos
de dolor, rara vez se daba a arrebatos.
Pero
a pesar de estas diferencias somos hombres –no hablo de género para que las
feministas no se sientan atacadas- y porque pensamos –o nos damos ínfulas de
hacerlo–, tristes; y eso mismo nos hermana; sí, es cliché, pero el dolor nos
hermana, nos reconocemos como parte de un mundo, de una época en decadencia y
por ello podemos seguir y sonreír de vez en vez pues alguien como nosotros
también ve el espectáculo del mundo en que nos tocó vivir y se estremece al
constatar lo que queda, el espacio en que tiene que desarrollar su acto o
inventarse su propio guión, por ello reconocer a alguien que sea sensible y no
sólo un orinal de dinero ya es motivo de goce, porque la sensibilidad, el
entendimiento nos hermanará siempre. Por eso cuando pienso en Pati…, no puedo
dejar de hacer lo propio con Bonifaz Nuño o con otros de mis amigos como:
Ismael y Moisés; pues todos ellos tienen el don de hacerme empático contigo que
lees esto y también con aquellos que no conozco; me hacen creer que la bondad
es posible y que la vida es vida porque hay otro por el que puedo mirar al
mundo –no me pregunten de quién es el verso.
Por
ello niego las barras y la soledad, porque soy alguien que necesita del otro
para salir adelante, yo sólo no puedo y tengo que tender mi mano de letroso
pobre, de intelectual malparido, de poetastro asumido, de mamón de ocasión y universitario
–de la UNAM- de corazón. Por ello aquí agradezco que haya gente que se abra de
capa y diga lo que tenga que decir, que miente madres, que se desespere por el
país; pero del mismo modo en que agradezco las catarsis ajenas no puedo juzgar
a la gente que no se mueve, pues cómo se va a mover si nacieron en el encierro
de la enajenación, cómo culparlos si nunca nadie les ha enseñado los caminos
del aire, de la libertad que encierra el tomar un libro o pensar que hay un más
allá de la televisión y el Facebook y el dinero, pero no es fácil porque la
mitad de mi país no tienen para tragar y la mayoría tiene miedo; en esas
condiciones no puedo esperar que haya tiempo para leer, para recrearse
mamonamente como lo hago yo desde el calor de mi casa.
Perdonen
el exabrupto, iba a escribir únicamente de mis martes pulqueros, describir a la
gente que veía mientras Pati… rayaba mis textos con encono –la amistad agradece
ese tipo de violencia contra letras que no merecen menos–; también hablaría de lo
que sentía cuando tomaba el pulque o cómo la melancolía y las risas se
reflejaban y mezclaban en el vidrio sucio y opaco y recién vaciado y abandonado
de los vasos en la mesa; y me iba, claro, a burlar del amigo que para eso es la
amistad, pero ni modo hay veces que uno no tiene la pluma en calma como
recomienda Alfonso Reyes, por lo pronto ya le corto que esto parece cuento de
nunca acabar, buenas noches.