lunes, 27 de julio de 2015

LOS TERRITORIOS DEL CAFÉ








Hace ya muchos años quise entender mejor a mi madre, más bien, comprenderla un poco —sería una locura pretender y querer descubrir más. En aquel tiempo —mi niñez—, codiciaba ese placer que entre sorbo y sorbo paladeaba, envidiaba esa manera que tenía de salir de sí y de sus hijos, dejándonos tirados en la sala o en la cocina buscando a ciegas el pomo invisible de esa puerta que segundos antes ella había girado para mirar “aquello”, para asirlo, para entrelazar sus pasos y sus manos con “eso” y salir a tomar aire lejos de nosotros.

Cuando se iba de esa manera, las miradas en la casa quedaban atontadas, las mías con las de mi hermana tropezaban y después se caían para no volver a levantarse, contemplábamos lo pegajoso que era el tiempo embarrado en las paredes, en el reloj, en las líneas de la mano, en la frustración de las uñas, ¡vaya!, perdíamos el camino de las palabras, ¿qué decir cuando el hilo que lanzaba mi madre y nos ataba a los tres quedaba roto porque ella había decidido pirarse, ser feliz?  Yo envidiaba esos momentos, no sé si era por quedar apartado de su mundo o por no poder fugarme del mismo modo. También quería ser feliz, pero feliz de esa manera aunque no supiera en realidad cuál ni cómo era.

La única pista era el café, todo tenía su origen allí y en esa cafetera de principios de siglo XX, abollada, como si hubiera resistido una guerra mundial, varios exilios, y a fe mía, suficientes desengaños y confesiones.

A pesar de los cambios de cuidad jamás se perdió, quizá es la amistad más fiel que hemos tenido; su edad hasta la fecha no ha sido impedimento para que su andamiaje de acero y su corazón negro sigan trabajando a borbotones calientes como aquel primer día, quizá el de la creación misma del mundo, de dios.

Está en la cocina, guardada en el horno —como tantos trastos— y no puedo pensar en ella más que en pasado —al menos en la actualidad. No fue así siempre, en mi niñez era un objeto desconocido; posteriormente, con un poco menos de inconsciencia, se transformó a mis ojos en el instrumento con que mi madre se libraba de nosotros, la máquina del tiempo y de los sueños, su TARDIS, no mía porque yo no conocía sus virtudes, pero sabía que su aliento estaba compuesto de olvido y presencia, que por su gracia aparecían los fantasmas familiares, inocuos, necesarios; después descubrí, con los años ferrados a mi cara, las aguas de la soledad y la orfandad de las sombras que también se agazapan en su cuerpo.

Mi primer acercamiento real con la cafetera o nuestra primera amistad se dio al verla tan hecha a las manos y a la sonrisa de mi madre. Lo que más me gustaba —aún lo es—, era ver subir el líquido por el prisma de cristal que coronaba la tapa, impaciente por salir, por bañar las tazas de porcelana. En esos momentos la cocina olía más a cocina que nunca, hasta el sol decidía escabullirse del jardín para trepar la pared de ladrillos e ir pegándose a las ventanas y lentamente —cuando todos estuviéramos hechizados por el olor y el burbujeo— atravesar los cristales hasta amodorrarse sobre el mantel o zambullirse en el líquido.  Pero el café era malo —aún con azúcar—, amargo como una boleta de calificaciones o como las calcetas caídas de aquella niña de primaria o como ese “No” dado por la misma niña de calcetas caídas. Mis primeros intentos por fugarme junto a mi madre fueron fallidos, lo único bueno era que ella tampoco se iba al ver las muecas que hacía con cada trago.

“Si no te gusta no lo tomes”. Me dijo una y otra vez hasta que lo dejé por la paz; pero era tanto el querer disfrutar de la misma experiencia que hace seis o siete años lo intenté de nuevo. El café era igual de malo o peor —aunque cada vez eran más fuertes mis regresiones hacia la infancia, cosas de la edad—, seguía siendo Nescafé y a veces Nescafé Diplomat, yo sentía invariablemente que una llanta de tractor me pasaba por encima de la lengua; además, cada vez que se me ocurría decir que el café era un asco las miradas de desaprobación no se hacían esperar —lo mismo me pasó y me sigue pasando al tomar el café de Sanborns y del Vips y de todos aquellos lugares que preparan el americano con un espresso y agua caliente o que siguen y seguirán recalentando aquel brebaje hasta el final de los tiempos.

No cedí, no podía, además ya estaba enviciado de literatura, y varios de los escritores que me gustan —Cunqueiro, Josep Pla, Alfonso Reyes, Maupassant— decían que no hay mejor forma para conocer a una persona que por medio de la comida, ¡es de vital importancia para el ánimo del hombre! Maupassant decía que una mala digestión puede llevarnos al suicidio, a un estado tal de pesadez que tornaría inhabitable el mundo y ligero el movimiento de la cuchilla de afeitar bajo la barba.

Y es verdad, mi madre, cuando habla de café, parece dirigir la luz de sus ojos hacia una región sin tráfico, sin contaminación, hacia un mundo anclado en un pasado quizá creado por ella misma, perteneciente más a la imaginación y al deseo que a la memoria. No por ello menos vital, al contrario, la sinceridad de ese otro mundo se podría —y se puede— descubrir simplemente al mirar sus ojos, allí en el café está contenida parte de su ser, de su personalidad.

            Ver esa cara medio satánica beatificada (conste que no transverberada —sería realmente traumático para mí—) por las reminiscencias del grano recién molido o infusionado me dejaban intrigado. Al principio creí que era una especie de droga nada más, que no se tomaba por su sabor sino por el efecto. ¿Quién podría tomar algo tan desagradable? Sin embargo, cuando ella se llevaba su mirada y el tiempo, a veces nos iba dejando una casa llena de palabras dulces, un sendero de sabores para guiarnos hacia ella, sin una silueta precisa, apretada; al contrario, el lenguaje y el gusto se desbordaban en aromas y yo empezaba a salivar a pesar de saber lo que tomaba… Y es que era tanta la vehemencia, la sabiduría que aparentaba al contar sobre otro tipo de bebidas preparadas con aquel grano: el turco, el capuccino —con canela encima—, el espresso…; que era imposible no querer disfrutarlo como ella, no querer conocer más sobre esa semilla.

            Nada había de especial en aquel brebaje, ni siquiera en el de olla: Legal; que mi abuela —vestida a perpetuidad de negro— hacía en cantidades industriales para toda la familia, como si viviéramos en un velorio perpetuo o esperando el cadáver de alguien; a veces sólo matábamos o nada más desplumábamos al tiempo, pero eso sí la taza bien grandota y el líquido hirviendo, aún burbujeante, a mayor temperatura mejor el café.

El líquido, por más que trato de decirme que no, era malo, pero no había otra cosa, nadie conocía lo que era una prensa francesa y mucho menos un dripper, ninguno prestaba atención al tostado, al contrario, el café es bueno porque es amargote y el grano está perfectamente tostado al tener una cobertura negra acharolada —el tueste cubano o italiano—, además sólo las señoritas lo toman con azúcar o con cremita.

Así de fácil la bebida se convertía en un atributo de la masculinidad, en una verdad inamovible. El sentido del gusto era capado, un hombre debía de tener la lengua anestesiada, muerta; y esa mentalidad, sobre todo esa mentalidad impedía mejorar el sabor del café. Es más, lo que sigue imperando en la mayoría de cafeterías y cafés de la ciudad es “la tradición”, a pesar de que ésta muchas veces nos deja sin gusto y sin estómago.

Lo que rescato de aquel tiempo y lo que sigue provocando el café —aunque ahora es otra cosa el grano que preparo—, es que éste es un catalizador y un crisol de experiencias, es la hoguera de la tribu. Sin éste la familia se disgregaba, las tardes se hacían más pesadas, la sobremesa más corta y un hueco, que nada tenía que ver con la gastritis, quedaba en el estómago.

En mi casa eran las palabras, aquel territorio que a veces mi madre nos compartía, lo que me decidía a tomar un poco de aquel brebaje —eso sí con leche—, porque éste hacía posible la sonrisa, la concordia con mi hermana en un territorio desconocido, selvático y hostil como fue el de la infancia y después en otro tan caótico y urbano como fue el de la juventud.

domingo, 12 de julio de 2015

LA JORNADA DE UN ESCRUTADOR









Califico exámenes, soy una máquina en medio de un caos sin reglas gramaticales, sin ortografía. Palabras minusválidas, sentidos amputados. Acá un diente, acá, ¿otro? Aquí las frases llegaron al mundo de antemano olvidadas, prescindibles; así se van, sin decir nada, un folio cuyos números sólo rasgan las pupilas. El reloj avanza hasta la hora de comer.

Texto tras texto es lo mismo, no paro, mi cerebro está bien lubricado para la tarea, dispongo de la mejor tecnología en el mercado. Soy la última actualización de mi lengua y sólo una coma del lenguaje.

Todavía no se inventa un algoritmo para los mil y un caminos del alfabeto, para juzgar lo que es propio de nosotros: las palabras, sus sentidos: goce y milagro de la expresión escrita, del hombre, de dios. La soledad nos pertenece porque podemos deletrearla y dios puede ser todo lo omnipresente que quiera, pero si nadie lo nombra habrá muerto; así los griegos perdieron a los suyos, así Cavafis recuperó tantos jóvenes hermosos de la muerte. La palabra es mi Dios, nada me faltará —sólo la comida, los libros, el gas, el teléfono…—. La palabra es mi Dios, nada me faltará.

Avanzo, frente a mí un amor sin r, sin fuerza, sin garra, sin rompe y rasga; allá una pareja deja su singularidad, la intimidad de su cópula por una orgía de plurales, ¿desde cuándo comenzó la infidelidad? La marco, allí, sin nexo, sin cohesión, ¡sin madre! Sólo en la escritura. En la vida cuando un hombre se rompe no hay palabra que lo reintegre al mundo.

En la cama siempre duerme más de una persona, en una pareja al menos hay tres cada noche —¿recuerdo o de verdad me lo digo? Las sombras y los gatos se multiplican en la obscuridad, también el lenguaje y las pesadillas, como las putas palabras que tanto lamo y que, en mi trono de juez, no son más que lama.

La filosofía y la imaginación quedan fuera de mis deberes, tengo dos hierros clavados en las miembros más suaves y flexibles de la mente. No puedo perderme, señalo, asiento calificación, olvido y vuelvo a empezar: señalo, asiento calificación, olvido y vuelvo a empezar… Una historia dentro de una historia. La última será tan mala como la primera o peor, temo los finales. La muerte es el fin del lenguaje.