Al verla bailar recargué sin darme cuenta las manos sobre el cristal en la inconsciencia de querer poseer o ser poseído por ese sortilegio en movimiento. Entonces sentí lo que debió haber sentido Epimeteo al ver descender hasta el umbral de su puerta a la mujer que era la suma de la belleza y cualidades divinas: Pandora.
Esta mujer —según nos cuenta Hesíodo— llegó sosteniendo una jarra cuyo contenido ella desconocía y el cual era el de todos los males acompañados por la esperanza; y Pandora al levantar la tapa de la jarra, por curiosidad, dejó escapar todas estas calamidades con excepción de la esperanza. Pero yo, al ver el sinuoso baile de aquella escultura, no puedo sino poner en duda esa versión.
Quizá la jarra no contenía más que agua o vino para la sed, para engañar al deseo que ya se agitaba en la sangre de Epimeteo al presentir la figura de aquella mujer que hería con su blancura el descanso de las sombras que guardaban la entrada de su casa. Pandora no sabía, no podía saberlo pues al ser creada en el templo de la belleza no tenía conciencia de lo que ésta puede formar y destruir, entre iguales jamás hay punto de comparación.
Zeus sí, conocía perfectamente al hombre y su imperfección. Ningún mortal podría mirar de frente ni el rayo ni la hermosura más clara cifrada en la dulzura de unas formas bondadosas. Epimeteo sin escuchar las admoniciones de su hermano la hizo su mujer. Epimeteo quiso ser dios, domar el rayo, buscar la única forma de eternidad que se le concede al hombre, la del goce de la carne.
Pero este querer eternizarse en y con Pandora, en verse en su belleza desató quizá el único mal que Zeus había deparado al hombre: la esperanza, cuchillo que desangra con el deseo que se piensa alcanzable; como el mío que parecía derrumbarse para en ese instante, como la fuente, surcar el aire en gotas de color; el mío, mi Pandora estaba del otro lado, en el escaparate bailando para mí, para la soledad de mi deseo.
Mis manos se fueron deslizando poco a poco por el cristal; como un caracol, iba dejando el camino de mis huellas digitales sobre el vidrio, lo acariciaba como si mi tacto pudiera rozar esos muslos, ese movimiento que producía el mismo efecto que el canto de las sirenas, con la diferencia que yo no era ni Odiseo y carezco totalmente de ingenio.
Por un momento quise entrar y cerrar la caja, parar aquella crueldad que incitaba mi mente, que me hacía otro, como si en cualquier momento pudiera aquella persona cometer algún delito. Miré a todos lados y entré en la tienda, la melodía llenaba el aire; el baile, la habitación; pues adentro una infinidad de espejos me sugerían detalles que antes conocía parcialmente de mi bailarina. Pude ver la firmeza de sus glúteos, el transitar de su sonrisa como un río que comienza, avanza, regresa y es siempre el mismo. Quise cerrar los ojos, atarme a alguna silla o escapar de la tienda, pero no pude.
Mis manos temblaban, sudaban, jamás se me hubiera ocurrido que yo… No, imposible, pero tan sólo era cuestión de estirar la mano, de cerrar mis dedos alrededor suyo, pero la música… no podía detenerla, sería una crueldad que dejara de bailar, que por mí los espejos quedaran vacíos, que la tienda desapareciera de los transeúntes, que esa calle de la colonia Roma se borrara de la memoria.
Y ella seguía bailando, como si el tiempo se hubiera hecho para tener la certeza de cada uno de sus compases, de cada giro, de esa mano lánguida que pareciera que de un momento a otro iba a desmayarse desde aquella altura a la que estaba confinada y cuyo brazo se recargaba tiernamente en su frente como un pensamiento: quizá el de la belleza eterna la torturaba o quizá el del amor; tal vez bailaba para su enamorado, ese baile que pensé para mí, era un baile de espera, pero… ¿para quién? Solamente yo estaba allí, nadie más nos miraba, no podía ser otro, su baile tenía que ser mío, sólo para mí, para mis manos.
De repente la melodía comenzó a demorarse, ella interpretaba ahora un susurro, un pestañeo, su baile era un coqueteo, mirada que es una invitación. Lentamente la tarde fue cayendo tras la ventana y un rubor rojizo bañó la piel de mi bailarina; sus mejillas se encendieron un poco, su cuello parecía más suave que antes, un cosquilleo recorrió cada una de mis falanges, yo abría y cerraba las manos sin control, de repente rocé con uno de mis dedos el tutú, su consistencia era de nube o quizá de espuma; al hacerlo sentí una sonrisa mezclada en la música, después fui bajando el dedo con mucha delicadeza, como si el reloj hubiera metido diez años de mi vida en cada segundo, como si fuera un ciego que no quiere perder un solo detalle del cuerpo amado, un escultor que va reconociendo cada curva, cada borde de su escultura. La ternura y la fiebre se mezclaban en mí.
Una sensación cálida recorrió el torrente de mi sangre, me sentí parte de la música, del baile, pero sólo mis manos se movían al ritmo de ese prodigio; entonces la sombra de toda mi mano rodeó su blanca piel, como si otro cuerpo estuviera sobre ella, como si la sombra fuera también su sombra, pero en el instante de cerrarla, de robarme el don de su cuerpo… no pude; todo terminó en una caricia, casi como esos besos al final de una historia de amor, de un amor que no puede ser y se despide bajo la lluvia.
Ella continuó bailando, y yo, yo no pude más, salí con el gesto de la despedida y de la derrota, salí pensando en volver, salí solo, sin mí cargando un peso más agobiante que mi propio corazón. La tarde iba plegándose a los faroles de la noche, y yo me quedé con la esperanza de volver a verla, sí, quizá mañana pueda volver a verla…