Nada grita tanto
como un puño cerrado al aire, nada. La respiración, la misma sangre quedan en
suspenso. Los ojos detienen el parpadeo, deja de existir el peso del cascajo en
las cubetas. Estamos en la sala de espera de la vida, quisiéramos ser pilotes,
multiplicar los brazos, cargar el techo de un edificio, sacar seis, veinte
dedos de cada mano. Hay un deseo de revancha, de altanería contra la muerte.
El
puño sigue levantado, y el silencio es un árbol que va creciendo, que es
oxígeno y raíz, las hojas de un árbol revoloteando en los pulmones, en la
garganta, limpiando la masa de polvo que hora tras hora, minuto a minuto,
instante tras instante, vida tras vida, hombro con hombro hemos aprendido a
mascar.
Fuimos
hombres de barro alguna vez, después maíz tronchado, suaves mazorcas nos
crecieron en el pecho. Respiramos profundo en medio de este silencio, y es tan
verde todo, los pensamientos, la mirada, el foso negro donde el panal de
nuestras orejas se agita. Volteo a ver mi pulsera: la sangre, el teléfono;
busco las señas de identidad que compartimos todos los hijos del derrumbe,
busco ese gesto que es sólo mío y que de repente se multiplica, que es un
apretar de hombros, un tamal caliente, que es una gelatina en el transporte
público cuando más cansados estamos, que son Karla, Lucía, Ángel, Diego,
Jazmín, José Luis, Alison y tantos soportes para este país recién abierto al
mundo, recién entregado a los jóvenes que lo cargan y le hacen mimos y le dan
respiración de boca a boca, lo cubren entre sus cabellos del miedo y del odio y
de la avaricia de todos aquellos que tienen la voz, pero no la palabra, que
tienen el poder, pero no los brazos ni las heridas ni la fe en un futuro mejor.
Gritan,
piden agua, una camilla, una manta, y yo no sé si grito o lloro o suelto una
carcajada para no quebrarme, para apagar un poco la luz que ilumina mis huesos
y las ganas de abrazas uno a uno a esas mujeres y hombres, a esos perros ―de
los cuales quisiera formar parte―
y al mundo entero que de repente vibra
allí, en esa camilla, en ese cuerpo, en esa respiración que es México, ¡carajo,
que es México!, porque nadie tiene derecho a dejar nuestro país allí enterrado,
entre los cascajos, nadie que ha sangrado tanto a México tiene derecho a quedar
impune, a habitar el olvido, a darnos palabras de aliento cuando son ellos
quienes nos han arrancado los alientos.
Sin palabras. No sé si porque las sigo masticando, o porque sigo temblando en la delgada línea entre el llanto y la ira. Saludos.
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