Estoy en la edad
en que la degeneración ―según James
Merill- me roba mucho tiempo, energía y dinero. Dinero no tanto, la verdad, soy
maestro de literatura, ¿cuánto puede gastar un profesor con su refinado sueldo?
No
puedo negar que la literatura me ha vuelto bastante degenerado, aunque en
cierto sentido ha pulido mis gustos, mis indecencias, ese lunario erótico, a
veces pornográfico con que fustigo ese sobrante de energía. Pienso en Proust y
me digo que la degeneración va hacia dentro, es un movimiento que tiende siempre
hacia el pasado.
Recordar
es una degeneración, una bacanal imaginativa; la memoria, un diletantismo
erótico; eros entendido como creación, como fecundación, ¿de qué?, de la
muerte, pues, ¿qué otra cosa es el pasado invocado? “Puedo inventar dos o tres
recuerdos con total impunidad”, escribió Antonio Muñoz Molina en el Jinete Polaco. Yo me la vivo
imaginando la realidad, trato de hacerme dueño de un rinconcito, de una
habitación propia para mis lubricidades.
¿Qué
sería de los que carecemos de genio si no tuviéramos a la imaginación? ¿Podríamos
soportar la realidad, así, tal cual se nos ofrece? El deseo se imagina, se
sueña, y el sueño es, a la vez, un anhelo de algo. El erotismo es deseo y
sueño, es dolor y placer; eres tú escurriéndote a las cuatro de la tarde por
mis sentidos, entre el sudor de mis muslos, ¿eres? y eres mis manos en tus
senos, la fiebre de palabras que escribo en tu blusa de rayas, es lo sublime de
la oscuridad de nuestros cuerpos, es la oscuridad ahora, cuando están
encendidas todas las lámparas, cuando los soles negros de la vida nos meten en
un mismo horno calentado con nuestras fiebres, con el pulso de las hormigas que
nos escuecen los sexos hasta incendiar el pan y hacernos ceniza cuando más
necesitados estamos de luz. Eres esto y no más: el simulacro de palabras con
que me incendio ahora.
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