¡Qué esperabas! ¿Que te
entendieran? ¡Por Dios!, das muchas vueltas y ni siquiera al asunto, ¿cuál
asunto es el tuyo?, ¿existe uno? A qué tanto regreso, es un vicio recordar por
recordar. ¿Arte? ¡Enfermedad! Una historia necesita verbo, quieres conquistar a
una mujer: “Verbo mata a carita”. Tú que tanto aprecias a Balzac y a los
clásicos desprecias el mecanismo que los ha hecho grandes: la peripecia… Y
paradojas de la vida, aquí entre nos,
una de mis catarsis más recordadas la padecí con Swann.
Sí, no estoy
negando lo que escribes, la belleza es una digresión, son esas piernas ahora en
mi pasado, allí, sentadas frente a mí, agitando la línea de mi vida, ésa que no se quiebra ni se desdobla, que no
admite ser recreada o salvada de sí misma, fue y es, insobornable a lo que soy.
El pasado no debe de pertenecernos más de una vez, no puedo ni quiero cambiar
lo que éste ha hecho conmigo; para qué
resucitar a los muertos. Sí, revives la alegría, pero también una rabia más
honda y ni hablar de los gusanos de la tristeza.
La belleza, tienes
razón, fue, nunca es, y el deseo viene tras su pérdida, cuando ya hemos agotado
los ojos, cuando la luz deja de fatigar nuestros sentidos, de dejarnos la carne
muda, pasmada, embrutecida. La
contemplación no se da nunca ante aquello que nos arroba, viene después, porque
el contemplar es pensar, éste parte de los
trabajos de la memoria y de alejarse del mundo, necesarios para deletrear,
paladear lo bello y, por tanto, perpetuarlo, como esos muslos que ahora
contemplo, que puedo recorrer con total impunidad, imaginarlos como se me
vengan en gana.
El ejercicio del
arte es un pasado que se bifurca y de repente es una ciudad con mil y un calles
y mil y un rostros que en tu caso es un vil engaño, porque sólo es uno, siempre
has buscado el mismo, lo has reconfigurado para que sea la suma de todos tus
deseos, que por otro lado son muy pocos.
¿Qué nos queda a
los que vivimos del presente, a los que vemos en el pasado un camino ya
recorrido, ya dilapidado, un olvido necesario, por ejemplo, para volver a amar?
Tú te empeñas en perseguirlo, en reconstruir espejismos, en multiplicar el alma,
¿tienes una? ¿El arte, dices?, ¿estás tan seguro de ello? Entonces el alma no
es más que una ficción, tu ficción, palabras
que cualquiera puede manosear y no encontrarle el sentido, aburrirse en aquello
donde estás tú, donde te vaciaste, ¿buscabas trascendernos? ¡Qué esperanzas de
perpetuar tu vida en este siglo XXI!, tu eternidad es tan aparente, tan pobre,
mira que respirar por mí, dialogar a través de mí mismo, fuiste siempre un
ridículo y un delicado. Tan bestias eran
tus aristócratas como la sociedad a la que pertenezco.
Es
duro mirar a través de los espejos, ¿verdad?, en la dureza de su mirada que no
nos refleja, ver que en sus ojos ―en
los de ella― no estás tú, ¿cuándo
has estado tú?, si siempre son ellas sobre ti, sobre nosotros, sólo les
mostraste la peor cara de la belleza, tu diletantismo, tu dandismo, tu absurdo
exilio por la palabra, porque en ti la palabra es un exilio, es el paraíso
perdido y añorado, es la patria irrecuperable, mi pequeño Peter Pan.
Pero lo que más
habla de tu pérdida, es lo no dicho, tu silencio, ese hermoso infeliz, ¿sabes
que se burla de tus jóvenes lectores en el siglo veintiuno y de mí? Es un
cabronazo, es como esos chistes que no entendemos hasta muy tarde, a veces pasa
toda la vida sin que lo comprendamos y en la tumba, ¡pum!, nos revive un
instante para dejarnos más fríos que antes ―y
mira, ya es un decir.
El silencio, ¿te
das cuenta que tus mujeres lo son? Al menos en él confinaste sus esencias: la manera
en que saludan y se alejan, en que acomodan el cuerpo, el cabello y el escote,
en esas miradas que ven un cuadro y de repente allí, en ese retrato, el alma,
¿de quién?, ¿la de ellas o la tuya? ¿o brutalmente la mía? El silencio nos deja
perdernos en sus bocas, permite un camino más directo al arte de pensar, a la
contemplación, nos llena de un deseo absurdo por la blancura de una dentadura o
nos permite aquilatarnos en las joyas que resbalan por la carne del cuello y de
los senos o deja libre la imaginación para sentir el agobio de los muslos apretados
por las ligas de las medias, ¡qué roja, qué sufriente es la carne en sus
soledades!
Me surge la duda:
¿quién queda extasiado ante la revelación, ante el éxtasis: el cuerpo o la
mente; o son los dos, uno después del otro, o los dos al mismo tiempo? No es el
éxtasis la pérdida del lenguaje y del cuerpo, si lo sabrá Rilke y sus dioses, y
Faulkner y Rulfo y Onetti y Saer y Guimarães
Rosa.
No te mientas,
como escritor no has llegado al éxtasis, la literatura puede representarlo,
quizá atisbar en sus misterios, pero es inútil, el éxtasis es renuente al
oficio del artista, no así al del lector, y hablo del lector inocente, no de un
vicioso como tú.
Lo tuyo no fue
éxtasis, fue desear reconstruir el éxtasis que sentiste en la infancia, en la
brutalidad de los sentidos. Te imagino en la planta alta de tu mansión, en el
primer escalón, oculto por las sombras, sabiéndote canalla, vicioso, lúbrico; eras
niño, sobre todo niño, y lo seguiste siendo desde el momento en que añoraste
unas magdalenas, la hostia a la que consagraste tu literatura.
Jamás creciste, te
quedaste en el puro acto del deseo y construiste un mundo no para saciarlo,
sino para eternizarlo, afortunadamente tu propio universo te traiciona, allí
está Albertine y sus deseos puestos en lo que jamás te dijo, en tu
anonadamiento ante un personaje que deforma tus pasiones, que se desboca y te
fractura los espejos pasados y futuros con que quisiste atarla. Sabías que era
imposible, sólo te quedaba resignarte y escribir sobre la derrota del amor,
eres tan apocado, aunque fiel a ti
mismo, sabías que ir en contra de los deseos de tu personaje sería una
inverosimilitud con tu propio mundo, y te podías permitir todo menos quebrar lo
que te ha costado la vida.
Albertine es
tantas, y sus senos, ¡qué senos!, sí, Proust, tu lector es un marrano, un sibarita
del deseo, un onanista refinado y cerdo, muy cerdo, si vieras en cuántas mujeres
he buscado a tu Albertine, si supieras cuántos coños he lamido tratando de
igualar la lengua de la amiga de Albertine por sólo ver su cara contrariada de
placer, deshecha y muda, aferrándose a un silencio que no existe, a un Dios
transverberándola en su instrumento, un Dios de palabras, caprichoso, pero
sincero, un dios niño que parece desconocer que el sexo es todo menos que arte,
que no es más que un esmerado juego de cuerpos, de olores y de muertes.
Gracias mi
diletante por darme lo que no encuentro en la pornografía, por obsequiarme los
azares interiores de una ficción, la
erotización y la revelación del lenguaje.
Marcel, mi amigo, el más grande onanista del recuerdo, gracias.
Ya deberías ir pensando en profesionalizar el género: epístolas a escritores muertos. Hacía tiempo que no vagaba por estos rumbos, quizá un gusto perverso por recordar me trajo de vuelta. Buena entrada.
ResponderEliminarEn tus letras hay fuego, siempre enciendes algo dentro de mí.
ResponderEliminarMe encanta leerte.
Muchas gracias, no sé si nos conocemos, pero me da gusto que lo que escribo deje algo en otra persona, a mí saber lo que piensan de lo que escribo me pone muy contento. Un gran abrazo.
ResponderEliminarGracias por pasar al Blog. Abrazos n.n
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