Nunca he sentido un frío tan pleno, tan
muscular y al mismo tiempo tan nutritivo para el espíritu como el de aquel
viaje de regreso al DF de unos quince años en la caja de una pickup desde
Pachuca.
Contrataron a mi tío
para filmar el evento en un pueblo de por allá, llevó dos achichincles, mi
primo y yo, al final sería uno nada más, a mis doce, trece años era muy torpe
para servir de algo. Me dieron la cámara por quince minutos y en lugar de
filmar a la quinceañera preferí meter el zoom
sobre una de sus amigas. Yo era un puberto y mi mundo eran los rostros y los
escotes de las mujeres rubias. Mi tío no podía culparme de nada, quién le da la
cámara a un mono en celo, a alguien que está en estado de ebullición.
De
ella no me acuerdo, quisiera creer que usaba lentes y el cabello recortado a la
altura del cuello y con flequillo, portaba un vestido negro, un corte simple y entallado,
con holanes a la altura de los hombros ―es necesario para la verosimilitud ese
horrendo detalle―, y sus senos, vaya, eran como el inicio de todos los veranos,
como el primer día de vacaciones o la primera vez que uno ve al mar o como la
uva que se fermenta poco a poco en la boca hasta embriagarnos. Ya no importa
cómo era, pero era y es ahora, como aquella erección que no me permite dejarla
en un recuerdo ―pero este recuerdo le
pertenece a otro escrito.
Nos
dieron de comer y de beber, no tomamos casi nada y tragamos como si un meteoro
estuviera a punto de estrellarse con la tierra; en mi familia, en cambio, el
alcohol era un animal temido. Lo sigue siendo, pero ya no importa ser devorado
y escupido por él, a mi edad ya no es la bestia que me da más miedo.
La fiesta transcurrió
sin pena ni gloria como la mayoría, las mismas canciones, el sacrosanto “Payaso
de rodeo”, “Sopa de caracol” y “El venao”… Ni siquiera tiraron al novio al
lanzarlo por los aires y la liga fue lanzada después de dos conteos falsos.
Recogimos
lo más rápido que pudimos, la camioneta que nos llevaría al DF ya tenía el
motor encendido porque los favores pesan y hay arrepentimientos que se expresan
en odios menores. El frío, un espanto,
sentía su aliento en mi nuca, a lo largo de mis piernas y en los pies, cómo
duelen los pies fríos. Me fui en la caja con mi primo, nos tratamos de cubrir
con una lona agujereada pero era inútil, el aire no conoce de razones ni de
sosiegos.
No
pasaron ni cinco minutos cuando perdí la conversación de mi primo, el cielo me
jaló, nunca vi uno como ése, era como una mina demasiado alta, con minerales
azules y blancos incrustados en la piedra negra de la noche o como las pupilas
de esos monstruos que están condenados a matar a todo aquel que ose estirar la
mano más allá de su pelambre obscura o a mirarse demasiado tiempo en sus ojos.
No hay torpeza más grande que la vanidad, no hay belleza que por sí misma no
muera y destruya.
Yo
no era un héroe ni había leído lo bastante para encontrar una razón o una
cartografía en las estrellas o una maldición en ese guardián que no dejaba de
mirarme. Tampoco se me quitó el frío
pero al menos dejé de engañarme y retiré la lona. Cuando el frío es un estado
del alma no hay soles que nos calienten.
Qué pequeño era en esa
pickup bajo el aire del campo, bajo la desnudez nocturna que nos reclama y nos
exige algo que no entendemos, sólo sentimos porque no tenemos palabras para trazar
una letra o una coma del universo. Qué es el universo sino una serie de preguntas
a las cuales sólo podemos imaginar su respuesta.
Si algo sentí fue ese
reclamo, esa necesidad mutua de ser algo más allá de un hombre y su horizonte, de
dos miradas que no saben por qué se miran pero no dejan de hacerlo. Esa noche fue
la última que me miró así y la última que miré con esas ansias de poderlo y
perderlo todo al mismo tiempo. Esa noche, sin quererlo, perdí algo de mi
torpeza y maduró aún más mi niñez.
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