Hay momentos, como
éste, en que todo me sobra menos la conciencia de que todo me sobra. Tanto que
yo mismo quedo fuera de mi propio cuerpo. Entonces, empiezan a surgir infinidad
de heterónimos, desgraciadamente, el que ahorita me ocupa es al mismo tiempo mi
homónimo, pues tan perezoso, no quiso llamarse de distinto modo que yo.
No
puedo explicarme de un mejor modo porque él no lo hace. Si lo hiciera sería yo
y no aquel Roberto que no quiere dar razón de sí. Lo que nos diferencia es que
él solamente es y está a gusto con ello; yo, contrariamente, soy un pesimista,
como dijo Calderón de la Barca: todo me parece a disgusto, reniego contra mi
gusto.
Él
se niega a escribir, de hecho no creo que sepa, me dice que la escritura es un
acto que lo llevaría al suicidio o a ser como yo –que piensa es más terrible. A
él le gusta mirar a las mujeres sin esperar nada, no hay contemplación, no
abstrae cosa alguna de su presencia, digamos que lo suyo es un golpe que no
tiene respuesta en su ser, sólo es un impacto que no deja herida ni moretón,
nada queda tatuado en su cuerpo, en su cabeza no hay cabida para la fascinación
por la rememoración.
Yo
soy todo lo contrario, a mí me fascina recordar los detalles que en apariencia
son insubstanciales cuando tengo un encuentro fortuito, como la manera en que
alguien puede codiciar la infancia de un niño que juega con una pelota o como
aquella gota de cansancio en el rostro de aquella mujer –que aún guardo para mí– que hizo de su sonrisa y de nuestro encuentro, de un par de horas, no
sólo único –porque todos los encuentros inesperados lo son–, sino que hoy aún puedo recordarla como si no hubieran pasado
más que unos minutos desde entonces y seguir estando agradecido por haber creado, conmigo, un Centro, muy distinto al habitual.
Pero
también disfruto con la imaginación, cosa que mi heterónimo desconoce. Por
ejemplo, cuando el azar me depara una mujer hermosa me gusta desnudarla
mientras se aleja o se aproxima a mí o simplemente disfruto con adivinar la consistencia
de su ropa interior. Me veo palpándola, lamiéndola e imagino su rostro tratando
de disimular la dentellada del deseo mientras desciendo, entre pequeños
mordiscos y besos, de su sostén hacia sus bragas; y antes de que las desgarre y
la deje completamente desnuda, presiento cómo el vello de su pubis empieza a
erizarse y a sofocar abiertamente la tarde con el oloroso celo donde cerraré al
fin mi boca, desenmascarando lo que ella al morderse los labios y enterrando
las uñas a la cama y controlando su respiración quería ocultar: el impudor del goce.
También me gusta recrear, en los laberintos de mi carne, el modo en que se
desenhebra su perfume y se espesa y se condensa, al igual que su aliento entre
mi boca.
Quizá todo esto suceda únicamente en mi mente, pero es mío, ella existe porque yo la
hice posible en mi carne, únicamente yo conozco esa arruga en su boca al sonreír
y hace que su sonrisa exista, sea humana y por ello hermosa y posible y pueda
rememorarla en mis horas de mayor orfandad. O por qué no, también pienso en la
amargura del adiós o la de la simple ignorancia por parte de una mujer a quien
mi saludo o mi mejor sonrisa no lograron hacerla detenerse un instante antes de
que se perdiera para siempre en una calle que nunca será la misma, porque también la decepción, la tristeza de la pérdida
es parte de la vida y encarece los momentos en que logramos que alguien
responda y prolongue nuestros gestos.
Pero
volvamos a mi heterónimo, él sólo vive para el instante, no hay pasados ni
futuro, a veces pienso que no sabe de su existencia. Las cosas, según piensa,
se dan por un arbitrio desconocido: el azar, dios, destino, como quiera que yo
deseé llamarle. Aunque ese dichoso azar o dios o destino, no sea otra persona
más que yo y que, después de haber elegido el rumbo y el lugar, él toma
posesión de mi cuerpo y se encuentra, por ejemplo, entre sus manos una cerveza
bien muerta a mediodía o en sus ojos un rostro que a mí me costó quizá años encontrar
y que él lo sorbe como si la belleza fuera algo rutinario, y no ve, ni quiere
entender ni saber los trabajos y las frustraciones que tuve que pasar para
encontrarlo y poder resguardarlo del olvido; mucho menos le importa la tristeza
que me consume cuando él lo dilapida en un instante, sin dejarme al menos, un
esbozo de su silueta o de su piel o de la ropa que vestía o de su modo de
caminar.
Desafortunadamente
para él, hoy me encontró escribiendo y por tal motivo no le ha importado que
compartamos un poco este cuerpo, y como sólo quiere hablar y hablar, no me ha
quedado más motivo que escribir sobre él, pero como no es algo que me emocione,
dejo hasta aquí la constancia de su existencia.
No sé de quién es la foto, si alguien sabe se lo agradeceré
ResponderEliminarNo sé de qué Roberto A. pensé en enseñar la poesía, aunque siempre supe que detrás de ese Roberto A., que es todo vida, está el que es todo trabajo y a veces también todo tristeza. Está bien no ponerles otros nombres a nuestros dobles porque a veces echamos de menos la parte que negamos en las tardes soleadas. Buena entrada!
ResponderEliminar