Me gusta pensar que
hay cosas que sólo sentimos como una especie de sugerencia, que están latentes
o en potencia, que pueden surgir como el rostro de una mujer y alegrar una
tarde en que el cuerpo es sólo cuerpo y pesa demasiado.
Ese
tipo de cosas que desconocemos son
necesarias para salir y mirar con el ánimo de quien espera algo, sin
saber precisamente qué es, ni en dónde lo encontraremos; quizá en la pulquería,
en un café, en el asiento de al lado en el cine, en el metro o al doblar una
esquina.
Hay
días que despierto con los ojos demasiado sedientos, con ganas de caminar y
dejar entreabiertas las puertas de la carne. Entonces miro en los bolsillos las
monedas que dictarán el rumbo de mis pasos y me encamino a la aventura.
Cuando
salgo, puedo buscar algo tan vago como una calle con cierto tipo de luz y
temperatura, un estilo arquitectónico definido o algunos colores en específico.
Si llovió observo las construcciones reflejadas en los charcos y si ese
panorama me gusta me adentro por allí. Otras, un aire a pan o a café me hace
tener esperanzas en la mañana, y aunque me gustaría estar en un pueblo brumoso,
el atole y la guajolota al lado de una iglesia a las siete u ocho de la mañana –la
verdad, diez u once, soy muy flojo– hacen posible que yo me sienta en otro
lugar y tiempo. En ciertos momentos, hay en el celaje una turbación de
jacarandas y manzanas que me obligan a detenerme por unos minutos y saciarme
–al menos por unos instantes– de ese zumo que me regala la tarde.
La
mayoría de las veces, ciertamente, es el contoneo de unos glúteos los que me
guían o la sensación de que por allí, quizá un instante antes de doblar la
esquina, el cuerpo de una mujer refrescaba la calle con su cabellera húmeda y
el olor a jabón de su cuerpo. Otras, busco un rostro que terminó de desvanecerse
al sonar el despertador y trato de buscarlo despierto, de hallar su forma
precisa en alguno de los que el día me va obsequiando.
Pero
siempre es necesario tener un impulso para salir y éste no debe de ser del todo
claro. Para mí caminar por la ciudad es buscar algo que no tengo o he perdido y
no sé exactamente qué es. A veces puede ser sólo una sonrisa que me haga pensar
en ciertas palabras que estaban allí y que sólo en virtud de ella puedo llegar
a paladearlas con total claridad y, en contadas ocasiones, poder compartirlas
con la persona que las trajo hasta mi boca, como se comparte una cerveza, un
café o unas horas que sólo existen a causa del azar y de aquellas hormigas que
van adentrándose bajo la piel y que sólo se calman al encontrar el motivo que
las llevó a encarnarse en nosotros; y eso sólo se consigue en un encuentro
inesperado, que es siempre –según Borges– una cita; ya sea con alguien más o
con nosotros mismos.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarSiempre urbano!! Es aquí donde veo al verdadero vago en todas sus dimensiones, buscando lo perdido, deambulando. Un buen par de glúteos nos hace creer que hemos encontrado, pero la ilusión del hallazgo dura lo que el recuerdo su curvatura. Nos esperan a la cita y hay que acelerar el paso.
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