Llegué a una
cierta edad en que ser amargado y criticón es un requisito para sobrellevar la
vida. Necesito regocijarme en la estupidez de los demás y en la mía propia para
habitar esta pobreza espiritual y material que comparto con millones de
habitantes, para no sufrir de más ante actos tan inconscientes como arrojarse un
cubo de agua helada o morir en el intento de tomar una “selfie”, la más “original”
de todas, aquella que logre perdurar en la memoria ajena unas cuantas horas.
Hay
en mí cierto goce sanguíneo, un frenesí y excitación cuando me burlo de la
pendejez ajena, tanto así que dejo de envidiar no haber sido deportista o de no
tener un cuerpo apto para la belicosidad; pues burlarme me llena de
testosterona, de adrenalina, de veneno que inoculo sin temor a salir pisado,
pues nunca escupo mi mala leche directamente, siempre es entre amigos, entre un
público tan desgraciado como yo. No se crea que es sólo por cobardía, más bien se debe a que decir la
verdad no lleva a nada bueno, pues aquel que se sienta ofendido, aunque sea cierto lo
que se le diga, reaccionará, la mayoría de las veces, violentamente ya sea por palabra u obra, pero nunca por omisión; los puños o la ofensa al rojo vivo tratarán de borrar la estulticia con que se
le describe. Además es del todo conocido que la crudeza de la verdad a bocajarro ha granjeado más enemistades
que una infidelidad o una mentira.
Pero
si pienso bien las cosas, yo no tengo la culpa de ser como soy, de burlarme de
los demás, pues todas las estupideces que nos pasan se deben a que no pensamos
un poquito en nuestros actos, en que no tenemos autocrítica y en consecuencia nos
dejamos llevar por los demás que son quizá más idiotas que nosotros mismos. Pongo a su consideración los siguientes
ejemplos: por qué usar licras blancas-semi-transparentes y un calzón rosa
mexicano, o usarlas con una blusita pegada que no logra cubrir un abundante
vientre –lo he visto tanto en hombres como en mujeres–.
O
dígame –si piensa lo contrario a lo que se dice a continuación es mejor que
deje de leer este blog-, ¿no es repulsiva la manera en que algunas personas se
depilan la ceja hasta dejarse un hilillo púbico bajo la frente o depilárselas
totalmente y después usar un marcador negro o pintura para dibujarse unas?; o
exponerse en público con unos pantalones abombados al estilo payaso de crucero –en
qué planeta se ven bien esos pantalones–; o arreglarse el cabello “igual” que
la protagonista de la telenovela con rasgos caucásicos cuando nuestro rostro es
un molde chiapaneco u oaxaqueño. Yo quisiera no decir nada, pero cómo quedarme
callado ante esa pose absurda de las mujeres, la del brazo en la cintura, cada
vez que se toman una foto; o de aquella en que hombres y mujeres paran la
trompa y sacan, o no, la lengua cada vez que se está ante una cámara, ¿de
verdad no se dan cuenta de cómo se ven?
¿Cómo
no me voy a burlar ante esos actos de gratuita estupidez? Actuamos, ya sea,
como maniquís o como monos amaestrados. Peinados, maquillaje, ropa, charlas…,
hay tanta uniformidad que lo más disforme lo encuentro en la literatura y en la
crítica hacia los demás hecha, por supuesto, con mala leche. Pues la ironía es uno de los pocos recursos
que aún nos permiten observar la realidad tal cual es, pensar sobre ella,
mostrar nuestra individualidad ante tanta uniformidad.
Los
círculos intelectuales tampoco se salvan; un ejemplo es el vello en la axila
–tema de moda- en las mujeres, desafortunadamente los ejemplos que he visto presentan
a féminas geométricamente hermosas, muchas de ellas maquilladas y en poses
sensuales que se han venido repitiendo desde tiempos inmemoriales cuya única
nota discordante son los pelos de la axila que no hacen más que enfatizar el
lado carnal, pasional, animal de la dama en turno que una verdadera libertad al
yugo estético preponderante. Sí, ciertamente que la Kahlo no es bella y era
bastante peluda –me objetarán-, está bien, pongamos su ejemplo.
Hay
que empezar por decir que la singularidad en su arreglo y aseo fueron las
causas principales por las que se dio a conocer; hay una portada de Vogue que lo demuestra, pues como pintora
deja mucho que desear y como pensadora, ni escribir sabía la pobre.
El
pelambre en ella no era para liberarse de la opresión estética impuesta por “el
hombre”, era para cosificarse, para
entrar en el cenáculo artístico de su época. Necesitaba una singularidad para
destacarse, desgraciadamente al no estar pertrechada de medios intelectuales,
de esa genialidad que sí tenían Breton, Diego, Trotsky, etc., recurrió a su
físico y al monotema del dolor corporal, de la amputación como única carta de
presentación; pero bueno, el tiempo le da la razón a ella y no a este amargado,
pues ser la nota folclórica en un mundo cosmopolita le ha permitido seguir
vigente, aunque hay que considerar que nuestra época es la de la imagen y falta
de contenidos, una época, para mí, muy Frida.
También
hay otro tema que causa cierta emoción entre los “literatos” o no, el archivo
Bolaño; escritor que para mi gusto es más moda-mercadotecnia que otra cosa.
Porque no me vaya a poner a Bolaño al mismo nivel artístico que un Onetti, un Faulkner,
un Rulfo, un Borges, García Márquez, Arreola, Neruda, Fernando del Paso, Muñoz
Molina… No, lo que impera con ese tipo de escritores es lo asequible que son,
lo fácil que se leen y las carencias del “lector” que no conoce o no ha leído
(bien) a verdaderos escritores. Aunque bueno, ya Carballo, mucho mejor que yo, había
señalado esto con respecto a otros dos escritores para público chiclero. Lo que
se entroniza en la actualidad es la facilidad, lo asequible, lo que se puede
consumir al momento y ser olvidado son mayores reparos, pues su lectura no
requiere ni da pie a reflexiones posteriores.
Nuestra sociedad es muy banal porque no hay
tiempo para la introspección, para la soledad, para mirarnos a nosotros mismos,
para vivir unas horas al día con nuestros pensamientos; ya todo es para fuera,
vivimos entregados a una máscara en un mundo que sólo en apariencia es un
carnaval sin las implicaciones espirituales, sagradas, cósmicas, de renovación
que implicaría vivir verdaderamente en dicho estado.
Es
más fácil ponerse el disfraz del intelectual –personaje que sinceramente no
sirve para nada y que en muchos sentidos es sólo una caricatura- o pretender
ser un modelo de revista cuando se va desnudo y hueco por el mundo; y si usted
sabe en qué termina el cuento sabrá que es imposible contener la risa, la
crítica mala leche ante el espectáculo de tales desnutriciones imperiales.
Por
ello prefiero no ser un personaje más de ese gran teatro que ya ni crítico ni
universal, mejor cerrar la puerta y abrir un libro, para qué perder el tiempo
en polémicas con gente que ni siquiera conoce las estructuras de la
argumentación –como ven soy bastante mamoncito.
Pero
pensándolo bien, sí puedo encontrar una veta de felicidad en este mundo, porque
tal vez con esta sociedad algunas de las historias que he leído se pudieran
hacer realidad, por ejemplo, quizá algún día la moda termine por aniquilar las
cejas de los rostros –se podría mezclar con un lindo rapado de medio cráneo-;
qué digo moda quizá la pérdida de las cejas se deba a una rebelión de seres
venidos de no se sabe dónde y desde no se sabe cuándo a nuestro planeta y que
cansados del anonimato han decidido, al fin, mostrarse tal cual son, enseñar su
cultura, su estética sin cejas y de media mohicana; o tal vez, pensando en una
historia de la literatura fantástica, la selva del vello empiece a crecer tanto,
pero de verdad tanto que de los sobacos se extienda hasta todo el cuerpo, hasta
olvidar que nuestra piel y nuestro sexo es diferente a los del vecino, que
alguna vez nuestros dedos se hundieron en la suavidad o aspereza de la carne; todo
quedaría en el olvido porque el pelo sería nuestra única obsesión; tanto es así
que hasta los filamentos más sutiles de la mente llegarían a ser de puro pelo intangible
hasta que estos logren emanciparnos, por derecho propio, de toda pugna genérica;
que el pelambre sea la base de una nueva simbología genealógica; adiós árbol de
la vida, adiós, ahora nuestro icono genésico será una raíz negra, muy negra
como un azotador en forma de pezón surgiendo de la axila de la primera mujer
velluda hasta la boca del primer hombre, no de barro ni de maíz, sino del más
negro y sudado pelo.