Hoy es sábado, estoy sentado en
pijama, más bien acostado en el sillón, son las doce y media del día y no tengo
intención de moverme en un buen rato. Ando sin calcetines y hace frío; las
yemas de mis pies están azules, endurecidas, quemantes por el clima y mi
hermana no pierde la oportunidad en decirme huevón y puerco. No me importa,
aunque tiene razón le da envidia verme acostado, tan lejos del reloj y los
problemas cotidianos como lavar la ropa o los trastes, además hace demasiado
frío para entrar en la regadera y salir a la calle.
Tengo una taza de
café a punto de terminar, helada, ya demasiado helada. Eso me pasa por haberme
hecho un litro. Me gusta la lentitud, quizá por ello me compré una prensa
francesa y un molino. No me importa tardarme un poco más si con ello mejora el
sabor. De hecho el proceso es una especie de ritual, algo necesario para el
goce.
Todo aquello que
verdaderamente nos gusta lleva su tiempo, a veces demasiado y quizá sea esa la
causa de que ya no tenga valor para alguien que es consciente de lo corta que
es la vida. Además disfruto oler el café recién molido y después infusionado;
pero por otro lado soy demasiado flojo para hacer una taza y después otra y
luego otra, por ello se me enfría antes de terminármelo.
Tengo un libro de
Quevedo al alcance de mi aliento, pero me pone tieso, demasiado. Nada más leer
los primeros sonetos siento la manera en que se me pudre el cuerpo, en que dejo
de ser yo y lo inútil que sería intentar detener tal estado. Nada se recupera,
ni siquiera nosotros; incluso aquello que digamos, aunque lo repitamos
exactamente igual, algo se habrá perdido para siempre. Las cosas, aunque sean
dichas de memoria, nunca son las mismas, a veces ni siquiera son mejores o
peores, sólo diferentes y con ello indiferentes para nosotros.
Quevedo me hace
sentir todo el cansancio que he estado acumulando desde que vine al mundo. Sí, aunque
no lo crean nací cansado, muy cansado. La mayoría nace muriendo, yo empecé
tarde a morir, estaba muy fatigado para empezar a escarbar mi tumba; pero como
todas las cosas tarde o temprano el fin nos alcanza; al menos no nací muerto,
eso sí sería el colmo de la pereza.
Quevedo, como
Vallejo en tiempo de lluvias, es mala compañía para el café frío y para estos
meses. Desde finales de octubre hasta enero debería estar prohibido por este
clima. Sería bueno que sus libros trajeran un cintillo que dijera: lectura
aptas para suicidas, mayores de treinta años y personas olvidadas o frías.
Si de por sí ya
tengo la sangre demasiado densa, sus poemas “filosóficos, religiosos y morales”
–quién demonios los dividió así– terminan helándola. Porque quién desea:
“acariciar la tumba” o comprobar que la vida cada vez con menos fuerza nos responde
hasta dejar de hacerlo, hasta abandonarnos en un cuerpo que parece llevarnos la
contra a cada rato y en cada cosa que deseamos, como encarnar un pedazo nuestro
en otro cuerpo.
No, el invierno
para que no se acabe el mundo debe de estar lleno de cosas dulces, por ello la
calabaza en tacha, las calaveritas de azúcar, el ponche o un mayor número de
empiernamiento por semana o incluso al día. Necesitamos mantenernos calientes,
pervivir a pesar de este clima infernal. El que lee esos poemas de Quevedo bajo
estas condiciones es un suicida o alguien demasiado joven para preocuparse un
poco por los asuntos del esqueleto o para pensar simplemente en el trabajo que
cuesta agacharse para levantar algo del suelo, lo que sea.
El hacer
consciente el movimiento de agacharnos por algo es la primera prueba de que uno
se va pudriendo. Al principio es un movimiento sin importancia, total, con pujar un poco mientras nos
agachamos basta; pero después necesitaremos apoyar el brazo en la espalda baja
o en las rodillas y con unos años más la mano se sostendrá de algún mueble
cercano, hasta que al final ese objeto caído lo veremos con un poco de rencor
para enseguida hacerlo a un lado con el pie, ocultándolo incluso debajo de un sillón
o donde no podamos verlo porque su presencia nos incordia la vida, hace que lo
odiemos, pues nos recuerda lo cerca que estamos del fin y lo lejos que ha
quedado la juventud, la elasticidad de nuestros deseos.
Así de ridícula y
pequeña es la llegada de la muerte, aunque por ello mismo más terrible para
nosotros, ya que sus insignificantes burlas nos despojan de todo decoro, de una
memoria digna de ser conservada.
Rompernos la columna
por un tropezón, que se reviente un
aneurisma de la cabeza por un pedo, sufrir un ataque al corazón por reír de más
o ser asesinados mientras cagamos son unas de las manera en que la muerte
manifiesta su desprecio por la vida, por nosotros. Aunque, paradójicamente, ese
modo de hacerse presente es un acto de plenitud, ya que la carcajada es un
pulmón lleno que está vaciándose y llenándose una y otra vez; la carcajada son dientes
que vibran para luego colapsarse y volver a vibrar, como aquellos plasmados por
Ruelas o Posada.
Tanto le rendimos
culto y para qué, al final la muerte es un asunto sin importancia, algo que no
es para nosotros porque nada hay allí, la memoria del pasado está en los vivos
y en los que vendrán. Si “obscura y muda viene a deshacernos” la muerte es
porque no puede estar hecha de otra cosa, no es más que vacío, silencio y
ausencia. La carcajada que queda de
nosotros es postrera, es a futuro. La flaca deja su firma para los otros, los
que quedan, “pues sólo para ti, si mueres, mueres.” Las lágrimas o las risas
son para aquellos que aún soplan. De nosotros, ya difuntos, hablarán los demás,
pues ya no tenemos un lugar para el grito, el muerto se queda sin un lugar, ya
no habita ni lo habita nada, sólo desaparece.
Necesito calentar
el café y a esta muerte que se inocula en mí en forma de idea; desviarla,
soplarla lejos como si ahuyentara un mal presentimiento, “la torcida raíz do
está mi daño”, pero no puedo, porque ahora que veo y siento mi cuerpo helado,
tumbado en el sillón y con un libro de Quevedo entre las falanges me da miedo
pensar que poco a poco se va concretando esa broma que la huesuda me tiene deparada.