Ruelas —no el pintor, el perro— llegó
a mi vida hace una semana, cuando, sinceramente, no lo necesitaba, o quizá sí,
hay muchos misterios en la vida. Tal vez era él lo que necesitaba para
reencontrarme con uno de los episodios más felices de mi niñez, de ese periodo
irrecuperable en que Lobo —mi primer perro—, me seguía a todas partes, era más
que mi sombra, era éste quien verdaderamente dictaba mis pasos.
Mi hermana me
cuenta que tiene una foto de ambos, yo, cargándolo, a la edad de cuatro, cinco
años, quizá. No recuerdo que lo hubiera tenido desde pequeño. Para mí Lobo fue
mi protector, el que alejaba a los demonios y los odios de las personas, el que
dispensaba alegría a los demás con sus lenguetazos, con el dejarse enredar los
dedos en su pelambre negra, de sueño denso, inenarrable, pero eso sí, realizado.
Sobre todo Lobo fue
mi amigo, el primero, me ayudó a confrontarme con el universo, con los sonidos
ocultos en los follajes, me permitió leer las estrellas y a las personas, hacíamos
itinerarios secretos que perseguíamos echados en el pasto mientras mirábamos
las nubes; sus ladridos, eran los míos, los que me faltaban para enfrentarme al
mundo, a todo aquello que desconocía, que no tenía nombre, que se empantanaba en
los días en que la lluvia era el único futuro posible o que se emboscaba en las
sombras o en los fríos ojos de la noche; la naturaleza misma —que no iba más
allá de mi jardín— la conocí por su olfato y por sus ojos, por el movimiento de
su cola, por sus miedos y sus temeridades ante los hormigueros o las serpientes
o ratones de campo o ante hechizos o trabajos brujeriles que querían amputar la
felicidad de nuestro mundo. En una de esas defensas, desafortunadamente,
sucumbió, la vida es cruel con los que únicamente dan.
Su desaparición
sigue viva, eternizada en un enrejado solitario, en un cielo de suelos, de
silencios, de porqués… Hoy no hablaré de ello, quizá algún día, no sé.
Por otro lado, siempre
me sentí muy pequeño a su lado, no recuerdo que él naciera después que yo, ni puedo
imaginármelo como un cachorro. Lo recuerdo adulto, largo, grande, pelambre agolondrinada,
con el aliento y las patas ya hechas a la tierra y a los girasoles, sobre todo
a los girasoles de aquella casa de infancia.
De los recuerdos
que más atesoro está el de mis primeros días en la escuela. Después que mis padres me obligaban a ponerme
el uniforme, a desayunar cereal y licuado de plátano y me relamían el pelo y metían
algunas piedras a la mochila que me colocaban sobre los hombros, enseguida salíamos
al patio y ya me esperaba el movimiento desesperado de su cola, me rodeaba una
y otra vez hasta que mis padres no sé qué tanto le ladraban; él muy serio se
ponía a mi lado y caminábamos juntos hasta la escuela —jamás necesitó de correas.
Además, se quedaba allí, esperándome en la puerta de entrada hasta que sonara
la campana.
Lobo curaba un
poco la ofensa que sentía ante mis padres por arrancarme de los cielos de mi
hogar y depositarme en ese encierro de números y letras: de “b” de bebé y “p”
de papá; de círculos y cuadrados vacíos, de líneas y más líneas derechitas… Al salir, movía la cola al verme, y ahora sí,
sin mis padres, daba todas las piruetas que quería y nos íbamos juntos a casa
esquivando o sumergiéndonos en los charcos de sol…