La lucidez es fuerza en su voz, es
llama que sin quemar calienta. La claridad para serlo debe madurar, tostarse
con calma, a su aire o dejar que la pulpa suavice con sus zumos la terquedad de
la cáscara, la amolde a sus sabores y olores que la definen. Nadie aprende del
arrebato o de la violencia, sí de su dolor, de la estela que como cicatriz deja
en ellos. No es la saliva la que cura la herida, es el recogimiento de la boca
sobre la carne abierta, sobre el descalabro, sobre la memoria que recuerda los
pasos andados, los tropiezos, la furia que ahora se abre como la palma de un
niño, como las alas de ciertas mariposas, y entonces la luz o la forma de
seguir avanzando en este río que sin piedad nos precipita siempre al mismo mar
de todos los hombres. Siempre es una la muerte y es distinta para todos.
Viste
saco verde, blusa blanca y una medalla de la virgen de Lourdes que relumbra a
la par que sus alfabetos ordenados y tan mansos. Al escucharla parece que los
trabajos de la palabra no son tales. Con cada oración que teje se me figura
fácil hilvanar letras, oraciones, que yo mismo podría dirigir el pensamiento
hacia un punto en concreto sin perder la ruta, pero es una de las bondades de
la sabiduría: hacernos contemplar lo complejo de una forma agradable y sencilla;
como si nosotros mismos pudiéramos hacerlo. Sólo es cuestión de intentarlo ―me
digo―,
pero no, de allí la virtud y el trabajo.
No cualquiera
puede darle cuerpo a la palabra, hacer tangible la reflexión, mostrar uno a uno
los giros, las rupturas, las bifurcaciones de ese aire que es apenas una idea y
que pocos pueden adiestrar, hacerla palpable como ese traje invisible que en
cierta ocasión alguien tejió de palabras para un rey. Fue esa vez, esa única
vez que las letras valieron más que el oro para un monarca.
Cuántas veces me
he sentido como ese rey, cuántos reinos no habría dado por un cofrecillo lleno
de esas historias; y qué lector no termina alguna vez como ese reyezuelo, qué
alumno no queda hechizado ante la orfebrería que construye, palabra a palabra,
un buen maestro de literatura para hacerle visible y tangible lo imposible: el
traje nuevo del emperador, esencia misma de la imaginación, de la literatura,
de la infancia irredenta que no deja de acosarnos nunca.
Habla
sobre Nervo y Torres Bodet, del primero menciona que es víctima de la
sinceridad, la escucho y en esa sala todos somos víctimas de la suya. ¿Se puede
hablar de la escritura de alguien, de la poesía sin ser totalmente honesto? En
esa sala no hay una sola persona que no haya sido su alumno, no hay nadie que
no sienta pálidos los pies. Es espesa la melancolía cuando tiene rostro o
cuando su encuentro es presente que no dura, nunca dura, lo vamos dejando sin
quererlo siempre. Es blanca la melancolía en el corazón, casi una nata sobre
sus latidos apresurados.
“¿Qué
cosa de valor no es triste?”, cita a Torres Bodet y ella, Lourdes Franco, en
ese momento es la perla más triste que haya tenido el gusto de contemplar.
Extraño mi época de universitario, de alumno puntual, entercado en seguir
siéndolo por siempre, pero el cabello se destiñe al viento y los años son tan
perros en la belleza de su memoria, en la rabia de su fuga. ¿Qué cosa de valor
no es triste?, ¿qué pasado furioso en pervivir no lo es?
“Estupefacción
ante el universo”, señala de ambos poetas mi maestra; y qué es un maestro sino
un hilo dorado que nos guía a enfrentarnos con nuestros demonios, con nuestra
vida misma, con el universo que está formado de preguntas e incertidumbres, con
el amor que es una piedra asolada por el sol y el agua a la vez.
Habla
de la soledad, de esa sonrisa tan asolas
del poeta, tan íntima en su silencio, en
su habitación que espera el largo instante del suicidio, porque a veces el
corazón no puede con tanta derrota y con tan poco tiempo; habla del encarnado
laberinto que acosa a Bodet y a Nervo, del alma, y qué es el alma sino una fidelidad
con el pasado, la pervivencia del amor más allá de la muerte, el eco que
creemos tocar con todos nuestros sentidos, las sombras que en pleno verano nos
acosan.
Los
poetas para paliar la herida de su vacío, el largo río de sus días negros,
hacen de su quehacer poético un “ejercicio armónico de sus conciencias”, y si algo
podría decir de Lourdes Franco Bagnouls es que sus pláticas, sus clases, sus
libros siempre han sido un ejercicio armónico de conciencia. Un amoroso
equilibrio entre el calor y la humedad del corazón.
Agradezco
a mi maestra por todas sus enseñanzas, por la claridad que le dio a la penumbra
de mi vida, por hacerme desear ser un maestro tan bueno como ella misma, pero sobre
todo por desear ser un buen ser humano, al menos lo más decente que un
indecente como yo puede ser.
Gracias Lourdes.