Mil escudos, de pronto, tañeron sus negros
metales. Sobre ellos, desasido de la vida, el cuello blanco y abierto de una
doncella iba surgiendo de la obscuridad de la recámara hacia la claridad que
invadía todo el palacio.
Como un haz
desecho de luz era su piel, un fulgor carcomido de sangre y de muerte. Miraron
hacia aquel que se agitaba en la frialdad del mármol rodeado por otros
soldados, al igual que ellos, tampoco sabían qué hacer, ni a dónde mirar ante
la impudicia de su rey.
Con la mujer sobre sus manos,
parecían columnas sosteniendo los escombros de un templo, de un dios olvidado.
Todos sus esfuerzos –inútiles, pues en la muerte no hay ternura posible- estaban
en no presionar demasiado, de suavizar el tacto nervudo, curtido en el hierro y
en la cólera para no desgarrar aún más aquel cuerpo.
La mudez no sólo era impotencia
ante la muerte, si no soledad, pues un desierto se abría ante ellos, ya que su
destino estaba ligado al de su rey y éste parecía haber enloquecido. Trataron
de formularse preguntas, buscaron alguna razón que justificara tal acto. ¿Qué
había hecho la joven para merecer tales vejaciones? Al verla, parecía que no
sólo había sido descuartizado su cuerpo si no también su alma.
Avanzaron silenciosos hacia las
escaleras. Uno, con la hiel quemándole la garganta terminó por atragantarse las
palabras dispuestas a morder las barbas del anciano. Las manos, los brazos y
cada músculo comenzaron a pesarles del modo en que pesa la derrota; no por el
hato de mieses podridas que llevaban sobre sus cabezas, si no por la sensación
de ultraje, por haber dado a la luz lo que no debía de salir de las sombras. En
alguno de ellos pasó la idea de clausurar la entrada, tapiar la galería
completamente, dejarla lisa y blanca como cada uno de los muros del palacio.
Siguieron bajando, cada una de sus
pisadas eran precisas y repetitivas; no trataban de verse ceremoniosos ni
engalanar su marcha; al contrario, la monotonía de su ritmo era una suplica para
ser enterrados en el olvido.
Iban obscuros, cada uno encerrado
en su noche, tratando de perderse en el tiempo, de olvidarse de ellos mismos,
de sus propios nombres. Sus piernas empezaron a vaciarse por la inercia de la
marcha, nadie parecía gobernarlas. No pensaban, no debían, pues sentían el peso
y el odio de dios en todo su cuerpo. Trataban de refractar su ardor con sus
escudos, pero era inútil, éste era acrisolado en ese pedazo de carne que caía
en forma de ternura y horror en la penumbra de cada uno de esos pares de ojos.
Siguieron bajando y el calor se
hizo más intenso, más sofocante, pero nadie decía nada, a ninguno se le ocurrió
dejar allí lo que quedaba de la mujer. Las lenguas del sol les lamían las
plantas de los pies, se metían entre el cuero de las sandalias, en el tejido de
las túnicas, entre el sudor que escurría perezosamente por todo su cuerpo,
marcándolos, inflamándolos, cobrándoles una afrenta que no era suya, pero tan
acostumbrados estaban a obedecer y a sufrir las decisiones de otros que no
renegaron de esa carga, no sabían que podían hacerlo.
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