Es difícil escribir
con calma cuando el dolor ha dejado de concentrarse en el cuerpo para irse
expandiendo hacia dentro de mí, llenando cada estría de la mente, cada parte
que vivía en una –quizá cruel– indolora ignorancia.
Pero
aunque trate, sé que es imposible ser feliz –al menos para mí– sin el impulso
de la propia voluntad por conocer, no el conocimiento mismo, pues no creo –al
igual que los románticos– que uno piense y luego exista.
No,
uno existe por la voluntad de hacer suyo el conocimiento, de crearlo y con
ello, en la medida de sus posibilidades, forjar una realidad que pueda hacer
habitable este mundo –y sigo en el pensamiento romántico. Uno es acto, es
potencia, es movimiento, el pensamiento no es un fin, es un medio para seguir
activo y en el mundo.
El
dolor es una –de las muchas posibles– constatación de que se está vivo. También
por la herida se conoce. Lamentablemente no es una experiencia grata, al
menos para mí; aunque esta limitación, al mismo tiempo me hace sentir
inabarcable.
Limitado
porque soy un pedazo de carne descomponiéndose; infinito porque no puedo
ponerle un coto, un cerco a esta punzada, a este venablo que comienza en mi
cuerpo y termina no sé en dónde, quizá en la escritura; pero ésta sólo es una
de las muchas posibilidades en que el dolor puede expresarse y expresarme.
La
indeterminación es consustancial al gemido, a la enfermedad, al deseo. Podemos
dibujar un tigre; pensar en los cuernos ensalivados por el agua que
desenmascara a Pan viendo el baño de Leda; quizá sentir la geografía ebúrnea de
la ninfa pero no por ello puedo abarcarla en palabras; no la sensación de su
piel en los ojos agitados del fauno, no el dolor que causa en mí su proximidad
y mi lejanía; dolorosas, pues estoy fuera del juego amoroso que veo o creo. En
otras palabras: ni me quemo ni me mojo.
Quizá
lo último sí, pero es una humedad solitaria; como el dolor, no me es dado
compartirlo. La enfermedad es mía y se va extendiendo a todos los objetos
que me rodean, que parecen quebrarme –en su certeza– al reflejarme en
ellos. No es posible que yo sea
este reflejo de mis ojos o peor aún, el reflejo cóncavo que guarda el florero
de mi cara.
Porque
mi dolor no es sólo una deformación física, no está únicamente en el espasmo y
contracción del estómago o en los fermentos de mi corazón. No, no, no… El dolor
es eso que, como la belleza, es inútil mentar, aunque termina delimitándome –hasta
cierto punto– sin poder ver la
frontera de lo que soy o no soy.
Y el dolor, como la belleza, siempre como ella –porque lo antitético nos define al
definirse– termina destruyéndome.