Estoy pensando en escribir un cuento
que me sugirió la lectura de Alberto Leduc. Me imagino el cuchillo y la
sensación de la arena que no sé si realmente esté pegada al filo del acero. Pero
no me convence la idea de la playa. Me gusta el ocaso para el mío en lugar de
la noche, para ver fundirse en la piel desnuda el acero de la tarde.
El personaje es
femenino, pues cuando hablo de carne no puedo referirme más que a la de una
mujer. Pero, mujer + playa= morena; costeña + playa + cuchillo= asesinato; y
pasional –reglas del trópico. Desafortunadamente, esta sumatoria me lleva a la
deshonrosa realidad: ése es el cuento de Leduc, no el mío.
Tengo que
confesar que lo primero que llamó mi atención no fue ni el cuchillo, ni la
mujer ni el hombre o los hombres –pues, si hay un crimen, por necesidad hay un
otro u otros–, sino el manejo de la luz; la manera en que el escritor la va
dosificando, usando para crear la atmósfera y por ende al personaje, tanto
anímica como físicamente.
Alberto Leduc, no
es uno de los primeros nombres que se me vienen a la mente cuando pienso en
narradores mexicanos del XIX. Pienso en Altamirano, en Ángel de Campo, en Pedro
Castera, Nájera –por supuesto–, Amado Nervo, Urbina o Payno. No es porque Alberto esté impedido al lado de estos
monstruos, sino por un simple olvido de mi parte. Pues un cuento que lleva un
título en diminutivo, lo empequeñece;
inconscientemente me hace sentir que es prescindible –aunque no lo sea.
Al menos me consuela que no haya mucha gente que tenga estos mismos prejuicios,
pues ¿qué hubiera sido del Principito
si demasiadas personas sufrieran de mi inconsciencia?
“Fragatita” –ya
pensándolo con más calma–, es un título que connota muchas cosas, entre ellas,
la ironía; pero al mismo tiempo la fragilidad y la manera de ver, estar y vivir
en y el mundo. Que no tendrían consistencia si Leduc no hubiera sabido
escatimar la luz en el momento
preciso.
Ésta sale a escena
para alumbrar y ocultar; juzgar y procesar. No, una venganza, ni un crimen,
sino un hecho de vida, una pulsión instintiva que el mar y la noche son los
únicos que parecen entender y aliviar. Pues hay situaciones y acciones que sólo
se pueden desarrollar en ciertos lugares y en cierto tiempo, donde la
racionalización no es posible, al menos no de una forma articulada
discursivamente.
Toda esta
perorata hizo que me diera cuenta lo difícil que es escribir un cuento basado
en “Fragatita”. Ya no sólo la mujer y el cuchillo son necesarios –como pensé antes
de comenzar a escribir este artículo–, sino que lo fundamental es el uso de la
claridad y la obscuridad; ese juego que a veces pesa tanto, que desdibuja los
contornos en su afán de revelarlos, que los deslumbra en lugar de alumbrarlos.
Ahora bien, quizá
pueda prescindir del cuchillo, pero de la mujer no, porque las ganas de
escribir el cuento me vinieron de la desviada idea de hacer mía a Fragatita, de
darle un poco más de vida, de desnudarla y descubrir sus duros pezones abriendo
mis labios –porque yo seré el personaje de mi cuento–, mientras mis dedos lamen
la fruta madura de su sexo enterrado en ese cuerpo que es una burla en contra
del tiempo; tan tierno y tan duro que ni estatua ni carne, sólo un breve jadeo.
Sin embargo, para
serle fiel a ella y al escritor que la creó, necesito aceptar la carne y la
sangre de su deseo y de su rabia, necesito hacerlos míos para poseerla. Porque
si no, estaría inventando a una mujer diferente, no aquella que vi agitarse
entre la húmeda tinta de Leduc.
Del rescate literario a la crítica y la reseña, de la reseña al fantaseo y de éste al aterrizaje que es aceptar a los personajes literarios como la mancha de tinta que, viéndolos fríamente, son en realidad.
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