Érase una vez un
enano que vivía en una ciudad como cualquier otra y como cualquier otro enano
había nacido amargado, pero un día, después de salir del trabajo escuchó un
temblor inusual en el hueco de su enorme vientre y en su rostro empezó a
gestarse algo que no podía definir; al principio era cansado sostenerlo
porque no estaba acostumbrado a gesticular de esa manera.
Lo que le pasaba en el rostro pensó que se debía a una especia de
alergia o algo parecido –era un vil engaño, pero trataba de
buscar un asidero conocido para interpretar lo que le estaba pasando. El vacío tampoco podría ser por hambre, pues ese día había devorado una ingente cantidad de
fritangas, chocolates y dos panquecitos. Además venía acompañado de una especie
de golpeteo en cada uno de los órganos de su cuerpo –está de más decir: bofo y
blanco; invadido por una sarna de pelambre obscura.
Pero
no era doloroso, más bien le hacía tener presente su propio cuerpo o ese cuerpo
que empezaba a sentir ajeno. De hecho todo parecía estar sufriendo una especie
de transformación; sentía como si estuviera dejando de ser él; ni las
personas, ni su entorno parecían los mismos. Estaba escindido, como si le
hubieran quebrado el rostro y otro apareciese desde el fondo de su cara. Hasta
la línea recta de su boca lo traicionaba, ahora se curveaba, y por más que
trataba de regresarla a su seriedad, ésta se resistía.
Todo
el camino de regreso se la pasó mirándose en los cristales que iba encontrando
a su paso, pero no era notorio ningún cambio. Observaba sus dedos flacos y
huesudos tratando de buscar algo, de ver la transformación que se iba operando
en él, quería entender, encontrar las palabras para asir lo que le estaba
pasando. Además ¿qué significaba ese par de gotas que se empezaban a formar
sobre sus ojos? No podía entender que algo así se paseara por sus pupilas,
tanto era su estupor que creyó que eran sus mismos ojos los que estaban perdiendo
forma, por momentos se creía como esos personajes de Ovidio a quienes la
venganza de algún dios los ha transformado en algo caprichoso y sinsentido, por
ello el temor de que sus cuencas quedaran vacías y él ciego, condenado a una
perpetua obscuridad. A ello y no a otra cosa –se decía– debía el esfuerzo mental
por dirigir cada pensamiento hacia cosas inmundas, escatológicas o tan mundanas
como las cuentas que lo acosaban o los golpes y los hedores en el metro o el
pregón de los vendedores ambulantes. Pero no podía dirigirse hacia esos rumbos, el esfuerzo era vano.
Y
todo comenzó por ellos, esos monstruos que al principio eran más monstruos que
él, pero de repente, mientras lo miraban y le hablaban se dio cuenta que en
todo ese tiempo sólo había un engendro: él mismo; él que no entendía, que no
sabía cómo tratarlos en un principio. ¿Qué hacer?, ¿qué decirles?, ¿cómo saber
lo que querían de él? y ahora, no se lo decía pero era algo que llevaba días
pensando, ¿qué era lo que quería él de ellos?, ¿cuál la necesidad por
escucharlos, por ir al trabajo y llegar temprano?
Al
principio no sabía cómo reaccionar cuando lo llamaban o le sonreían o lo
miraban tratando de comprender algo que él había dicho y que ya no sabía lo que
era, pues sólo lo escrito permanece, decía ¿Cayo Tito u Horacio? Además, le
preguntaban cosas que ni él mismo se había cuestionado nunca. Cuanto más se
alejaba de la escuela –pues este enano era una especie de profesor– el vacío empezaba
a hacerse más fuerte. ¿Tristeza? ¿Por qué? No podía entenderse, por momentos
quería arrancarse la cabeza y olvidar, colocarla algunas horas en la mesita donde
pone su café, pero la última vez que lo hizo fue bastante doloroso, además
tardó una semana en poder sincronizar de nuevo su boca, sus oídos, su lengua,
ojos y nariz a su cerebro. No, esa no podía ser la solución; además, aunque el
cuerpo esté en un lado y la cabeza en otro, ésta nunca descansaba y ver su cuerpo perdido, huérfano, era realmente terrible.
De todos modos su cuerpo no era ya su cuerpo. Vaya, no se sentía a sus anchas, ni siquiera se
le antojaba tomar café o abrir un libro, era como si hubiera caído al fondo de
sí mismo, sin llegar a tocar el suelo. Hasta su voz había adquirido una
flexibilidad impúdica, como de pequeñas campanitas vibrando infantilmente. Él
que tanto se enorgullecía de su tono rocoso y evasivo, ahora no podía hablar,
le daba vergüenza encontrar tanto color en su boca.
Tampoco
sabía qué hacer con sus gestos, todos pululaban, daban piruetas, se combaban,
jugaban en su rostro. Al igual que los infantes de Aragón y de tanto galán, se
interrogaba sobre el luto de su cara, a dónde había quedado, en qué pliego de luz o de tiniebla lo estarían viendo
ahora que él ya no era más él.
Cerró
los ojos, quería pensarse como hace unos meses, antes de firmar el contrato de
trabajo. Si hubiera sabido que era un pacto de esos que tanto divierten a diablillos
menores, aunque el verdadero susto sobrevino cuando aún sabiendo que sería la
broma de algún Mefisto de pacotilla, sabía que lo firmaría, era inevitable.
¿Por qué?, ¿en qué lo habían transformado? Si al menos fuese en una cucaracha
lo hubiera entendido, hubiese estado acorde con lo que él era, pero esto, esto…
Era
inútil, la cabeza, las manos, el rostro, los ojos, se le llenaban, sí, de
memorias, pero de aquellos dos meses recién pasados. Y con un poco de pudor se
dejaba arrancar hacia esos días y esos nombres que lo fueron configurando,
haciéndole habitable el mundo, necesitando esas mañanas donde ellos le
permitían mirar todas las cosas y las personas de distinta manera, él mismo se
llenaba de pensamientos, ideas que sin ellos jamás hubiera pensado.
Él,
el abominable, el amargo, sentía deslizarse por su garganta una especie de
gratitud que no sabía bien a bien a qué parte de sus dimensiones correspondía o
a quién o a quiénes se la debía.
Corrió hacia el espejo. Miró su cara, la barba seguía igual; el gesto huraño, el de siempre. Sin embargo, estaba a punto de reventar aquel reflejo que no le devolvía la imagen de hace algunos meses, ¿por qué no se fijo antes en lo que estaba pasando?, ¿quién hubiera creído que bastarían dos meses para tornarlo en “eso”, en “eso”?
Corrió hacia el espejo. Miró su cara, la barba seguía igual; el gesto huraño, el de siempre. Sin embargo, estaba a punto de reventar aquel reflejo que no le devolvía la imagen de hace algunos meses, ¿por qué no se fijo antes en lo que estaba pasando?, ¿quién hubiera creído que bastarían dos meses para tornarlo en “eso”, en “eso”?
Sus
ojos empezaron a nublarse y por fin, en la soledad del baño, no aguantó más y
dejó que se humedecieran de recuerdos. Sin pudor empezó a berrear de amor y no
era por una Galetea, sino por aquellos monstruitos, caníbales que lo dejaban en
la orfandad, mutilado de una parte de su ser que no podía ver y sin embargo,
estaba allí, sangrando, doliéndole. Pero quién hubiera pensado que en dos
meses…
Miró
de nueva cuenta sus manos y sintió otros tactos, muchos, palmas de diferente
tamaño y suavidades, de diferentes colores al suyo. Hundió sus ojos frente al
espejo y encontró otros, más sinceros, abriéndose a la vida como él mismo. ¡A
sus años! y abriéndose a otro mundo al que quería sonreírle sin atreverse del
todo.
Sintió el tañido poderoso de la roca
encerrada en su pecho. Respiró hondo, lo más hondo que pudo, como tratando de
aspirar el tiempo recién perdido, de hacerlo parte de él, de confinarlo a su
sombra y a cada uno de aquellos miembros, pero sobre todo, a cada una de sus
acciones.
Salió
del baño y se tumbó en el sillón. La sarna negra de su pelambre
imperceptiblemente empezó a tornarse castaña, las arrugas de su rostro comenzaron
a suavizar su violencia. Palpó sobre la mesa hasta encontrar un cuaderno,
quería escribir algo pero la ternura era tanta y él, él era un enano y ¿cómo
podría sentir ternura?, pero aferrándose a la pluma como si ésta fuera aquella
felicidad recién descubierta, como si tuviera el don de hacer del pasado cuerpo vivo y presente, empezó: Érase una vez un enano que vivía en una
ciudad como cualquier otra…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarÉrase una vez, en una ciudad que a la vez es muchas y que es como cualquiera, un escritor -de los buenos- como cualquier otro de los que se usan, aunque en realidad son pocos. Érase una vez un gigante egoísta al que le derriban la tapia de la hiel y descubre su propia ternura. Érase una vez un profesor irrepetible y un ser humano que ante el espejo se descubre humano e indefenso, tan humano e indefenso como todos, tan enano como sus hombros, tan gigante como su vocación.
ResponderEliminarEs un gran texto, sin duda, nada impresionista, por cierto jejeje!! Hay que conocer al autor para poder comprenderlo en su totalidad (yo me jacto de ello), pero como decía Montaigne: soy la materia de mi propio libro. Y luego me das un sape por la cita. Bien tendrían razón de ser las lágrimas de esos príncipes enanos.
Muy buen texto, bastante entretenido, me atrevería a decir que extrañas a esos pequeños mounstros, a caso tu eres el enano del cuento?
ResponderEliminarSeguramente aquel enano también cambio a los pequeños mounstros...
ResponderEliminar