Nos falta el silencio para escuchar el sonido de lo cotidiano,
nos falta calma, tranquilidad para encontrar nuestro centro y nuestro reposo,
para no ser neurasténicos, violentos u asesinos. Tanta rabia por nada, tanto
odio entre la gente, tanta indiferencia sin un verdadero porque. ¿Qué somos,
hacia dónde ha venido a parar el mundo? Somos una moneda tasada muy pobremente,
una moneda devaluada; fuimos creados por el hombre y el hombre mismo nos ha
dado un destino desvirtuado, valorado por lo que tenemos. Pero, ¿qué tenemos?,
¿qué nos pertenece en esta vida?, ¿qué sentimos como nuestro, vital para ser y
sentir? Demasiadas preguntas para resolverse en unas cuantas palabras,
demasiadas cuando ahora lo que me pone neurótico es el ruido.
El ruido no es sonido ni silencio, el ruido que es nada y un basurero a la vez, el ruido que
pareciera una babel sin rostro, sin idiomas, sin bibliotecas, sin personas, el
ruido es un borrón en la obscuridad que va clavándonos sus colmillos en el
cerebro, en los músculos, en la paciencia. No se debe confundir el ruido con el sonido del afilador
o del globero o el de los rieles y las llantas del metro en su andar de viejo
brioso, de eterno paquidermo, de cansancio regular y medido.
Trato de escuchar su velocidad mientras escribo estas palabras. El primer pitillo de aire que anuncia su
llegada, el laxo suspiro de su descanso, el aire de película de ciencia ficción
al abrirse sus puertas con el cambio de color del foquito sobre ellas y el
pitido que apura la premura y los brazos y las piernas desesperadas por
encontrar su lugar como si allí estuviera contenido el destino de cada uno
de nosotros, pobres peatones que vamos a la Universidad, al trabajo, al encuentro
amoroso o a la chingada…
Sentado en la hondura del andén, mientras llega eterna ella,
cierro los ojos y escucho el diferente tipo de calzado que avanza sobre las
baldosas. La prisa, la calma, la distracción, el nerviosismo por llegar tarde, la
cita que se preludia en el paso a ciegas, de ala rota, de paloma ardiente, paso desesperado por amar y ser amado y que el mío, al escucharlo, se ruboriza al sentirlo tan familiar; pasos que se acumulan,
ya no en los relojes de cada estación, porque estos ya ni existen, sino en
nuestra carne, en nuestras ansias que nerviosas se aprietan a nuestros deseos,
muy pocos en realidad, pero tangibles y necesarios como la respiración, como un
nombre, como nosotros mismos, como una piel morena que resucite nuestra piel desvaída, sin brillo; como una sonrisa que desazolve la boca de tanto ruido interminable.
La gente ya baja las escaleras rumbo a la salida, otro tren marcha. Estoy solo, escribo estas líneas y
hago bocetos de mi felicidad en los márgenes de la libretita; dibujo
contrahechos corazones, no por ello menos felices que otros cualquiera. Espero
el don que sólo el metro me puede conceder ahora. Imagino su presencia, el
ruido callado de sus tenis o el militar de sus bototas aplastando baldosa a
baldosa el tiempo que aún nos separa. Siento su paso tangible y efímero que
será la alegría de este día y de estos renglones que ahora, sin motivo la traen
a mí; más tangible y efímero es su caminar de susurro y de curva que el del tiempo cuando estamos juntos,
pero jamás el de la espera, el de ahora, ése siempre es cruel, se sube encima de mí, me aplasta,
no me deja respirar como esas personas que quedan en medio de la marabunta de
gente a las ocho de la mañana -o de la noche- en cualquier vagón de la ciudad y de cualquier
ciudad. Ya no sé si habrá verdaderas diferencias entre un lugar y otro. Nuestra época fluye en la indeterminación, en la igualdad, las diferencias son suprimidas, los rostros tienden a ser iguales por gracia del bisturí, hasta la forma del amor y del deseo en muchos casos se dan de la misma forma: plástica, fría, de superficie sin honduras.
Ahora, por ejemplo, me es tan difícil
escuchar ya no digamos el garabateo de la pluma contra la hoja, sino las
propias palabras en ella. Cómo hablar de ese naranja beltenébrico del metro,
cómo asirlo más allá de la memoria inmediata, en el recuerdo de otros hechos,
de este mismo, que me tiene esperando a una mujer y a su sonrisa morena. Cómo
tratar de prender los kilómetros y kilómetros de mi vida que he pasado en el
subterráneo de la ciudad con tanto ruido que es, al fin de cuentas, también
negación del sonido. El sonido nunca será un ruido, porque se define por sí
sólo, no es lo mismo escuchar la brisa sobre el campo que sobre la explanada
del Zócalo o el del miedo que el de la alegría. El ruido no tiene rostro, es todo y es nada, no hay lenguaje en él, es la materia y el símbolo de nuestro tiempo.
Tiempo tumultuoso, viciado, vaciado de contenido, insustancial,
indefinido, global, tangible, económico, duro, hueco, valor de consumo, como todos y cada uno de nosotros.
Cómo buscar la calma entre tanto
ruido, cómo aglutinar el pensamiento en un punto para luego extenderlo por la
hoja o por la boca y por todo el cuerpo. Cómo, si ahora es imposible en el transporte
público poder escucharnos o platicar con el amigo, la novia, la familia. Los
vendedores de discos en cada vagón hacen imposible la suavidad de las palabras
y éstas tienen que ser sustituidas por un gruñido opaco, sin matices ni
claridades, sólo audible para proseguir un diálogo que a todas luces no luce. Y
ni qué decir de las pantallas de televisión en cada andén. Ahora no sólo nos
dicen qué escuchar sino qué ver y por supuesto, qué comprar. Ya no hay espacio
para airear el cerebro por un segundo y pensar; ya no hace falta, todo lo
tienen resuelto para nosotros, nos crean la necesidad y ellos mismos la llenan.
Aunque es verdad que es pintoresco
ver a los vendedores, pero sobre todo escuchar los productos que ofrecen: que
el canguro antirrobos para el celular, que los 150 éxitos prohibidos de los
narcocorridos, que el video con las cárceles más peligrosas del país… Si
analizamos a vista de pájaro estos tres ejemplos lo primero que saltaría a la
vista es la inseguridad en la que nos movemos: cárceles, delincuencia
organizada, robo; después a qué sentidos atacan, abotargan: oído y vista, que
son dos de los principales por donde asimos al mundo.
Necesitamos, necesito un espacio
donde el sonido y el silencio sean posibles. Donde pueda encontrarme y perderme
para ser mejor persona, para usar con mayor agudeza los sentidos todos y poder
ser, ser en total plenitud; y ofrecer, ahora sí, mi mano a quien la necesite,
pero primero necesito sentirla yo, sentir que mi cuerpo es mío, que mi mente y
mis gustos son completamente míos y libres para elegir sólo lo que yo quiera.
Necesitamos escapar del ruido, si
bien veinte minutos de lectura son necesarios, también harían falta veinte de
calma, de estar sólo con nosotros y ver qué nos dice nuestra carne, nuestra
mente, qué es lo que nos pide, qué mundos hay dentro de nuestra cabezota, qué
palabras encontramos que nos definan. Sólo viéndonos hacia adentro podremos
vernos hacia afuera. No es el hábito lo que hace al monje, no es el consumismo
el medio y el fin de ser, ni es la carrera universitaria o el trabajo medios
para comprar y así ser felices. La felicidad viene de un saberse -aunque este saber duela- con todos los
sentidos y la mente en calma, sólo así podremos ofrecer al mundo y a alguien
más un lugar habitable y digno para vivir.
Antes podía hasta dormir en el metro pero ahora con la voz meliflua del pollito pío ya ni leer puedo. Sí, hace falta un poco de silencio para encontrarse uno mismo y a los otros.
ResponderEliminarEl pollito pío es la neta! jajaja!
EliminarA Margit le encanta en Cervantes una frase que es sólo de él: "el maravilloso silencio". Me parece que es la contraparte del ruido, ese instante en que la percepción reposa y encuentra dentro pero a la vez se conecta con lo que hay afuera. La frase aparece (entre muchas otras apariciones) cuando don Quijote y Sancho llegan a la casa de don Diego de Miranda: imagino el frescor a la sombra de los portales después de un largo y polvoriento camino en La Mancha, los muros encalados, el aroma, sutil, a naranja en el aire. Y el maravilloso silencio despúes del golpeteo de los cascos. Me gusta también cómo hablas de los sonidos del metro, cómo lo animas y poetizas, le hubiera gustado a los futuristas: entre sus ruidosos himnos a las máquinas y a los autmóviles, casi garantizo que no se habían imaginado algo así. Buena y verbosa entrada, vago.
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