Desde que ando circunciso he sufrido
una metamorfosis. No es debido a un
repentino crecimiento de caireles a cada lado de las orejas o a la irrupción,
de la noche a la mañana, de una nariz
superlativa. Nada de eso ha sucedido, sigo con el mismo pelambre mestizo y con
el diminutivo de protuberancia olfativa de siempre. Pero a pesar de seguir
igual, todo ha cambiado de la noche a la mañana.
Créanme, tampoco
es por un dejo de misticismo o por algún acercamiento a la verdad o al nombre
de dios. Ninguna de estas
cuestiones tienen que ver con los trescientos gramos que me fueron arrebatados
de tajo. Porque no creo que del dolor, de la herida abierta, de la piel perforada
e hilada se pueda alcanzar la armonía divina.
Ciertamente tiene
que ver un poco el no poder recibir ni un cariñito en tan pantagruelezca parte.
Y es que, me disculparán, pero llevo dos semanas así y eso de no poder tocarme,
de no recibir un poco de amor, de terminar siempre ardiendo en fuego y deshecho en llanto es verdaderamente atroz. Tanto
ha sido la abstinencia que pareciera que en mis testículos se estuvieran
gestando los mares de un nuevo universo de seres peludos y chaparros.
Todos tarde o
temprano tenemos un hormiguero mordiendo milímetro a milímetro las cavernas del
falo, pero sólo aquel que está en ayunas sabe lo terrible que es ser el
alimento del deseo, consumirse sin llegar a humedecer, ya no se diga un par de
muslos, sino la propia mano. En el estado en el que me encuentro no hay goce
posible, sólo dolor, amarga llama de mis sentidos.
Mi aspecto físico
ha sufrido menoscabo, estoy flaco, débil, entristecido, la mirada opaca, el
pelo lloroso, no puedo enfocar mis pensamientos, las horas de repente se quedan
detenidas frente a mí, acrecentándose, doliendo, estancándose cuando tengo una
erección, haciendo más eterna la tortura: el jalón, la agudeza del cáñamo cortando
la piel, rompiendo las costras; y el dolor, el dolor que va buscándose un
cuerpo, una forma.
Todo esto es
debido, pienso, a que el falo es un apéndice simple, sólo siente en blanco y
negro, no distingue entre dolor o placer. Por cualquier sensación se hincha,
trata de deshacerse de los arponazos que el médico, en su locura, le ha
propinado, lo peor es que no se parece a moby-dick
sino al monstruo creado por Victor Frankenstein.
Más de dieciséis
puntos, cicatriz bajo cicatriz, fluidos escurriendo por lo largo y ancho de su
envergadura, que van desde el denso,
lumínico y turbio esperma, hasta la negra sangre; sin faltar los restos de orín
entre el cascajo de las costras o de ciertos líquidos endurecidos que
desconozco.
Por las noches,
sin esperarlo, siento como si de él, de la carne abierta y del tejido unido a
fuerza de terquedad, pinzas, agujas e hilos, surgieran unas especies de
ventosas, pegándose a todo, incitándolo a erguir su casco, manchando las
sábanas blancas con diminutas huellas de sangre, poblado de espectros carmesí,
dolores de mi propio dolor. Es, entonces, cuando me arrepiento de todo sin saber
de qué precisamente, que me pongo en posición fetal tratando de que no se
hinche más, hago multiplicaciones, rememoro poemas, lugares, pero es inútil me
doblo sin poder domesticar al dios de ese pueblo fantasma.
Por debajo de esa
blancura, sé que está vivo, que ya respira, él empieza a despertarse, rompe uno
a uno los puntos, sangra, me sangra, me quiebra. Soy un grito, un borrón, un
pedazo de aguada carne ante ese odio hecho girones, ante ese relámpago de
muerte revivido que me hinca un campo en
llamas y desclava los clavos, las estacas que lo confinaban para dejarme marcado
por senderos de angustia.
La sangre, el
esperma y la orina se mezclan, respira, respira cada vez con más fuerza. Se
agita la sábana y de repente, tras los cristales de la ventana, una tormenta se
amolda a sus movimientos: truenos ,
rayos, lluvia; todo estalla o es mi propia cabeza ante el insomnio tenaz en que
me abrasa.
Una erupción tras
otra, la sangre va ladera abajo llenando el pelambre que muy poco puede hacer
para contener el reguero de sangre. Vena a vena el dolor se apodera de mí, mis
manos se encarnan al colchón tratando de
que el dolor de mis falanges detenga aquel ímpetu.
Él ríe ante ese
infierno o purgatorio que ha hecho de mí. En medio de la herida, sin que yo lo
esperara, aguardaba su nacimiento; porque nada surge de la tranquilidad. Vivir
es desgarrar la propia vida, es romper el equilibrio. Y él, al fin, venablo
preferido del diablo, enseña las babas de su carcajada. Enorme surge su mástil,
su titánica maldad, orgulloso girón, monte no de mi deseo, nunca del mío, sólo
suyo, terrible flor que escurre su lava en los labios horrorizados de las niñas,
ahogando sus gritos, sus plegarias, ahogándome a mí, blando, vencido y corrido.
La teoría de los tres estilos se queda pendeja, porque de las bajezas más bajtinianas de la entrepierna surge una especie de Gilgamesh frankeinsteniano, proyección de ciertos previsibles complejos y castigo a la vez por un historial de pecado. Pero como a Job, quizá tengas la suerte (aunque ahora eres papa capada) de que se te multiplique y te dé una ninfa por cada gramo perdido de pellejo. Saludos, eunuco.
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