Empieza a caer la noche en esta
mesa improvisada por culpa de los cientos, quizá miles de libros que he ido comprando
a lo largo de mi vida y que han ido corroyendo las paredes, el piso, la verdadera
mesa del comedor, el pasillo, hasta invadir cada resquicio de mi vida, de mis
deseos y mis sueños.
Miro la vida a
través de ellos, por ejemplo, puedo ver cómo se difuminan los colores sobre la
mesa o escuchar el aullido de las sombras apaciguadas de la noche. Noto cómo me
maldice, cómo tiemblan los tubitos de sus patas; me transmite su temor ante
tanto libro que quiere caer sobre ella. Pero incluso así, se sigue defendiendo
de las letras, es una plaza terminada a medias y a medio tomar. En una de sus
esquinas humea, como un faro en medio de la obscuridad, la taza de café; vigila y nubla entre sus brumas algunos cantos apilados más allá de sus territorios:
Balzac, Girard, Fernández Santos, Marsé, José María Benitez, Antonio Muñoz
Molina.
Tal parece noche
de pobrezas y desesperados, de memorias que quieren abrir mi cerebro para
habitar mi propio presente, clausurar mi alegría con historias que no pedí y
hieren demasiado. Me defiendo engarfiando mis manos a la taza. Siento que de un
momento putas, huérfanos, desesperados, borrachos, literatos frustrados saltarán hacia la mesa y de allí a mis manos, para luego raspar,
hendir mis ojos, hundirse para siempre en ellos… Pero no, el laberinto de la
mesa y el minotauro del café los mantienen a raya, doy un sorbo, luego otro, mi vida se centra en
los rituales del insomnio.
Aún no se hace
patente la vigilia forzada en mi cuerpo, es muy temprano, todavía no me
arrepiento de la cafeína que sigue fluyendo colina abajo de mi garganta. Las
manecillas siguen amortiguadas por el ruido de la calle, por el domingo que
empieza, imperceptiblemente, a enfriarse detrás de las ventanas. Lentamente la
calle se va desocupando, apenas un taconazo deja de escucharse o un pedazo de
sombra se amotina en una esquina perdiendo su individualidad, esa curva de silueta
ahora es un amasijo, un ángulo de noche que nadie extraña porque aún hay demasiado
bullicio para poner atención a las cosas nimias, a la delicada pobreza del
mundo. El reposo sigue estando lejos, a muchas horas, años de distancia; el
reposo es un deseo que nunca se conquista.
Todo avanza tan
despacio que parecería que el trajín nunca desaparecerá; pero el exilio será inevitable.
Si tuviera el don de adelantar las horas, por ejemplo, pienso en las once de la
noche, me encontraría con una calle enferma, con algún borracho que inicia su
ritual de arrepentimientos al presentir el lunes arañándole el rostro, los
ojos, que de pronto le hieren el futuro, la semana que es tan larga, el trabajo
que aún ni empieza y ya el hambre en el estómago lo pone de rodillas; o quizá,
imagino, unos amantes reventados de amor sobre la espalda de alguna pared
desconchada, bajo el ojo apagado de algún poste de luz sin resignarse a
desaparecer, a dejar mutilado el goce, pero es tarde; mañana inicia ella su
trabajo de vacaciones y él, bueno, seguirá construyendo la utopía de la revolución.
En mi reloj son
las siete de la noche y la gente, afuera, hace círculo al carrito de los elotes
o entra en la panadería o a la tienda; estas horas siempre se consagran a los
pequeños excesos. Hay un vestigio de panna
cotta a la deriva de la mesa, la mermelada de frutos rojos sobre ella se
desliza imperceptiblemente, negra, viscosa, ha perdido el carácter, ha
envejecido y empieza a caer, todo cae.
La ilusión de que las
cosas permanecen iguales a como las recordamos dura tan sólo un momento; las
horas y la propia imaginación tiran a la borda el pasado, feliz o infeliz. El
tiempo siempre se viene abajo, cae sobre nosotros de a poquito y cuando es
demasiado tarde estamos ahogados en él, dentro de sus párpados apretados.
Pero es muy
pronto. Aún escucho la vivacidad de los motores de los autos, el vuelo de los
aviones parece atronar en los cimientos de la casa; en medio de la calle los
niños aún corren detrás de la pelota que empieza a desaparecer poco a poco
delante de sus ojos, la obscuridad y los
gritos de las madres empiezan a imponerse.
En la tele pasa
una serie policiaca, dos se besan en la cama, es más tarde allí, quizá ya es
medianoche. No hay ruidos, ni siquiera se escuchan los chasquidos de saliva o
el susurro de ese reclamo que sólo es perceptible por las muecas de los cuerpos.
En dos minutos todo se viene abajo, él hace un vago intento de apretarle los
senos y los dedos de sus manos se colapsan en el colchón y allí se quedan,
hastiados quizá o rotos o arrepentidos; los pezones de ella siguen erguidos o
quizá sólo me gusta pensar que así los tiene, casi morados, con toda la sangre
de la vida condensada en ellos. La toma de la cámara desde lo alto empieza a
bajar; y apretadas y estiradas, las falanges de unos pies femeninos odian la
orfandad que le encaja la luz de la calle que se cuela entre las cobijas
desarregladas por medio de la cortina mal cerrada del marco derecho de la
ventana. Qué frágil es la desnudez del dedo gordo del pie derecho… Después,
todo queda en la obscuridad de los pliegues de las cobijas y ya no hay más luz,
le cambio de canal.
Ahora aparecen las
estrías de unas telas, profundas, muy profundas; miro las que forma la sudadera
sobre mi vientre, azules y largas, pero todas caen hacia abajo, como un lento
oleaje, como ese poema de Manrique o algunos versos de Caeiro ¿o era Álvaro de
Campos?, no sé, el que escribía de las gaviotas como si se tratase de un
horizonte lento, como una frontera antes del silencio, de la noche, del sueño,
del monstruo.
Pero es muy
temprano, aún la caída no termina de sentirse para escribir desde su fondo; todavía
estoy deslizándome por su espalda, desciendo y me gusta el tacto cada vez más
fino, más callado de las cosas en la negrura; sigo bajando y el tiempo se va
diluyendo, se me escapa, de pronto el frío llega, mudo se instala en todos mis
huesos.
Sigo bajando, ya
no hay café, y la panna cotta me
causa náuseas y se me han acabado las ganas de escribir y aún faltan unas horas
para que llegue el insomnio y caiga por
completo la noche y empiece a sentir la incomodidad de tener un cuerpo
que no sabe vaciarse de sí mismo.