El humo del café se va levantando
de la taza, envicia la habitación, sus libros, da vueltas dentro de mis sienes,
se expande entre el maíz enternecido de las ideas, empieza a separar las
palabras, las desgrana o las esconde entre sus brumas hasta asfixiarlas, hasta
ser nada, sólo un denso aire, un pertrecho de oquedades.
El calor es
insoportable, de tráfico en el periférico, de cuarenta grados en un salón de
clases con los ventanales tapiados por las nalgas del sol, endemoniado, el
último de los grandes saurios tira hirvientes dentelladas, gemidos de sangre y
lava que inoculan su cáncer en la piel y en el movimiento del espíritu, Pandora
del pensamiento.
El tiempo se
expande como el sudor de mi cuerpo, crea una selva en mi cabeza, negra y
blanca, aullidos bicromáticos bajan en forma de lianas, de elipses abiertas, su
coletazo brilla como la piel verdosa de un cadáver.
Nado en mi ropa
como un enfermo en sus dolencias, en sus relojes que segundo a segundo
recuerdan la parálisis de todo, el fin, tan al alcance de la mano como esta
dilatada silla de ruedas del sufrimiento que nunca termina, que ya casi, pero
la vejez es terca, la mala yerba la tenemos muy enraizada en los huesos y nadie
muere por voluntad propia, ni siquiera el suicida, el último ser verdaderamente
trágico.
Recuerda, yo recuerdo,
como en una pesadilla, un jardín de niños, los apedreo a todos, la frescura de
sus risas, la sorpresa de sus ojos que como flores o mariposas pululan en
colores, en sueños que hacen avanzar tanto el tiempo que éste desaparece. El
juego es un paraíso que termina a la puesta del sol. Pero este sol se ha
quedado sin juegos, no hay ni resbaladillas ni sube y bajas porque las risas
han cesado del todo.
Tengo el estómago
inflamado, siento cómo los gases se dan su festín, cómo me hinchan en cada
trago de café que no puedo evitar tomar. Cada quien lame sus propias cadenas y
se busca sus infiernos; cada uno tiene sus venenos contra el mundo, contra toda
esa alegría que nos golpea, contra ese sol que desde muy lejos ya nos menta la
madre, contra esos jardines y esa infancia que ya no nos pertenece, vivo
expulsado de mí, sin pensamiento grito silencio.
El sudor me cubre
por entero, viscoso, pesado, va enfermándome el futuro, el presente que está
tan a la mano, sólo es cuestión de entrar al baño y abrir la llave de la regadera,
de hacer el esfuerzo de apretar y sacar unos cuantos gases para aligerar la
mañana, la vida que cae lapidándome una vez más de ese pasado que no existe,
que ni siquiera es pasado, porque está aquí dando vueltas, pululando como el
tiempo que no es una línea, un suceder, es un jarrón roto que unimos como
podemos, que nos une y a veces amanecemos descabezados o con la verga en la
cabeza o en el trasero.
Y entonces, a
veces, amanezco así, con los pies en los brazos, con las ideas pisadas y entre
manos, y así avanzo aniquilando cualquier prueba de lucidez, de que pienso,
casi con odio, con esa claridad de no saber por qué hago las cosas y saber que
son necesarias, que así es el mundo, que sólo así puedo matar los pájaros que
se me dé la gana matar, que sólo así soy capaz de beberme un litro de café
teniendo el estómago fregado, el sueño perdido; pero es que hace ya tanto… y no
hay sueño que valga ahora cuando todos son imposibles y no hablo de volar o ser
rico, hablo de estar a gusto, de estar conforme en un sillón acomodando las
ideas en el único orden que vale la pena: el de ser felices.
Pero tengo que
aceptar la desgracia de ser un cabrón, de haber nacido con tanto malparido pelo
y tanta mala leche, porque quiero apedrear la infancia y me duele quererlo; y
sonreír al tomar la taza como si apretara una piedra e imaginarla incrustada en
el cráneo de algún niño que no sabe que el futuro es una mierda; es más, que no
existe el futuro, sólo ese pasado que no es pasado, que está siempre girando en
la cabeza y nos hace tan infelices por imposible y presente siempre, porque el
mundo hace mucho que dejó de interesarme.
Vivimos fuera de
él, huérfanos de él, desposeídos de todo, menos de una pinche pantalla donde
abismamos nuestra humanidad para nunca recuperarla. Nuestro destino nos
pertenece, ya no hay un dios que nos dirija desde la sombra, y es triste,
porque no sabemos qué hacer con nuestros años, con la palabra destino que
ahorita me cuelga de las axilas dentadas; destino, un archivo más, una foto que
colgamos en el perfil de facebook y
no dice nada, ni siquiera da la tesitura de nuestro verdadero rostro, sólo de
un anhelo vacío, de un modelo geométrico de belleza que no nos abarca y sin
embargo luchamos por parecernos a él, por fingir que somos esa foto y nada más.
Somos, como decía Rubén
Bonifaz Nuño, o algún poeta sin suerte, los sin destino destinados, los del
destino desechable; seres que cargan con todas las culpas de nadie y por ello
no pueden lanzar una piedra y hacerse responsables del dolor, del sufrimiento,
de la mediocridad, de tanta porquería, al menos de su porción, de la mía con la
que he cavado el agujero de lo que no me pertenecía: la tierra, el mundo, los
sueños que alguna vez eran una armonía que yo nunca conocí y que ahora
desparasito de mi cuerpo con algunas drogas, con la televisión, con tanto
alumbrado nocturno: libros, películas, juegos onanistas o algunas tazas de buen
o mal café.