En México llueve como cualquier
ciudad en el mundo y como en cualquier parte los chubascos no mojan nunca
parejo; siempre empapan a los mismos, a los jodidos, a los proletarios, a los
estudiantes que hacen hora y media o más de camino a la universidad, al CCH, a
las Prepas…, a esos que se dicen clase media y salen a las seis de la mañana de
sus hogares para pagar las mensualidades de su ipod y regresan a las nueve o diez de la noche con el agua hasta el
cuello, con el sudor acumulado en cada estación del metro, con los huesos un
poco más cosidos al cuerpo por cada persona que empuja y empuja más cuando se
abren las puertas de los vagones, porque se les hace tarde para llegar a morir
de sueño y resucitar a las seis de la mañana para dejar su vida en el trabajo.
En mi casa se mete
la lluvia por el techo, por las ventanas, por los libros, por el reggaetón de
los vecinos, por mis propios zapatos, por el cerebro que es una especie de
mastique petrificado, una muestra palpable de lo viejo que se está haciendo
todo y de la indolencia para cambiar lo que ya no tiene remedio, lo que nunca
ha tenido, porque hay cosas y personas que nacen rotas, baldadas para estos
tiempos.
Hay tantas cosas
que nacen podridas, sumergidas tan hondo que ni siquiera las podemos ver o su
deterioro es tan rápido que no nos da tiempo en pesar una forma de salvarlas.
La mirada es lo primero que se nos pudre, que deja de sentir asombro por el
mundo, y desde allí todo se vuelve opaco, monótono, hasta dejamos de notar cierta
peca que podría o no ser cancerígena; o no le damos importancia; es más, aceptamos
como parte de nosotros un dolor que apareció de la noche a la mañana a un
costado del cuerpo y no sabemos ni cómo llegó, ni nos importa deshacernos de
él. Tan asfixiante es el trabajo, la vida, el internet que no sabemos cuándo
perdimos la capacidad de mirar, de asombrarnos. Si perdiéramos la sombra no
muchos lo notarían, nos vamos volviendo huérfanos conforme crecemos debido a la
bestialidad de la vida y a la enajenación tecnológica que nos deja mansos ante
la inequidad e inhumanidad que nosotros hemos propiciado, somos un tumulto sin
rostros que avanza en círculos, atados a una invisible noria.
Y todo esto viene
a colación porque hoy llegué a mi casa y sin saber por qué encontré las
ventanas podridas, de la noche a la mañana los cristales son un par de
cartoncitos húmedos que resisten y resisten las envestidas del clima generando,
para ello, un bosquecillo de moho, un entramado orgánico de enfermedad que
engorda su cáncer con cada trallazo de agua.
El moho se
extiende como el rencor, como la bilis y la envidia; como la grasa en el hígado
y pensamos que está bien, que es lo normal, que estamos haciendo estómago, que
un parásito evita uno mayor; tenemos fe en la enfermedad, le construimos una
casa o un altar esperando a que no nos mate, le sacrificamos poco a poco
nuestros órganos para que sea indulgente con nosotros.
Mientras no duela
tanto se puede resistir con improvisados remedios, con ciertos placebos como
cerrar los ojos y abrirlos hacia donde no haya nada, hacia donde todos miran,
hacia esa utopía que está tan a la mano que no es ya una posibilidad, sino una
certeza, un aquí que apretamos par no desfallecer de otra cosa que no sea el
hambre que nos hace levantarnos día con día para entregar nuestra vida a un
trabajo mal pagado, inhumano, pues somos tasados a partir de la oferta y la
demanda.
Una pantalla
electrónica es la solución más inmediata para desconectarnos de nuestra
humanidad, para hacer de tripas corazón hasta que éstas terminen por digerir
hasta el último de nuestros latidos; total, todo se defeca, los símbolos de
nuestro tiempo tienen forma de ano y mierda. Vivimos en un enorme estómago sin llenadera;
somos toda boca y baba, toda oquedad donde todo se vomita; a dentelladas
devoramos el tiempo y a dentelladas somos devorados; mientras somos útiles nos
siguen masticando, cuando no, somos defecados al igual que la tecnología que
desesperados deseamos obtener.