He comprado muchos libros,
demasiados que no he podido leerlos todos, pero de cada uno, eso sí, he leído
sus comienzos. Hasta la fecha quizá haya hojeado más de tres mil; muchos los
cargo como una llaga, algunos como piedritas en el zapato pues duele no poder
leerlos, algunos son tan buenos que es una pena no devorarlos en ese instante,
pero, desgraciadamente, hay otros que, por obligación, deuda o una piedra más
grande y añeja hincada hasta el hueso, tengo que leer antes.
Hoy, al menos,
quisiera recordar tres inicios memorables para mí, el primero y el último
afortunadamente me llevaron a leer enteras las novelas, el segundo es una de
esas espinitas que llevo en la consciencia y que quizá algún día logre sacarme.
El primero de
ellos pertenece a Carlo Collodi, conocido más por la adaptación de su Pinocho que por lo que escribió sobre
este terco pedazo de madera. Este libro debería figurar en el acervo de todo
niño –niño es aquel que aún imagina, adivina y cuenta el mundo y se complace
con las creaciones y con los cuentos de otros- y de todo ebanista, por obvias
razones.
El inicio me
fascina pues es una especie de sortilegio que nos deja atados al arbitrio de
las cuñas de la imaginación. Me gusta sobre todo su manera de torcer el principio
de los cuentos clásicos, de renovar nuestra manera de entrar en el mundo de las
hadas, tanto es así que no nos cuestionamos sobre la verosimilitud de la
historia que se nos está narrando, quedamos presos de esa frase inaugural que
siempre, sin falla, derrumba nuestra cotidianidad para transportarnos a ese
reino del:
HABÍA
UNA VEZ…
—¡Un
rey! —dirán en seguida mis pequeños lectores.
—No,
muchachos, se equivocan. Había una vez un pedazo de madera.
No
era una madera de lujo, sino un simple pedazo de leña de esos palos que en
invierno se meten en las estufas y chimeneas para encender el fuego y caldear
las habitaciones.
Me encanta
porque es un inicio de novela que trata en sí de un génesis: el del propio
Pinocho; además el carácter oral, popular contenido en “el había una vez” nos
retorna a la infancia y a esas historias contadas por los abuelos o el
pregonero del pueblo o a esas leyendas como la de la Llorona que forman y en
parte conforman el espíritu y cosmovisión de determinadas culturas.
Pero bueno basta de apuntes
pseudocríticos de un tesista traumado y vayamos a nuestro asunto. Si cité un
inicio que habla del nacimiento de un individuo justo es que el siguiente toque
el tema de la niñez. En esta etapa hay muchos memorables; Twain, por ejemplo,
tiene muchos; en Dickens hay varios, y ni se diga en la literatura española con
tanta novela picaresca -El Lazarillo de
Tormes tiene un lugar especial en mi corazón-; o más para acá El guardián en el centeno. Aunque no
citaré ninguno de ellos sino uno que me exige la lectura entera de la novela:
A
los trece años rompí mi cerdito y me fui de putas. Mi cerdito era una hucha de
porcelana vidriada, color vómito, con una ranura que dejaba meter las monedas
pero que no las dejaba salir. Mi padre había escogido esa hucha de sentido único porque se correspondía
con su visión de la vida: el dinero está para
guardarlo, no para gastarlo. Había doscientos francos en las
tripas del cerdito. Cuatro meses de trabajo.
Vean la manera en que Eric-Emmanuel Schmitt en El señor Ibrahim y las flores del Corán traza sin
dobleces la pérdida de la infancia, de la candidez con el sólo hecho de poner
en las antípodas a un hombre y a una mujer, y en medio, el deseo que genera la
búsqueda del conocimiento del otro, que desboca, dilapida todos los verbos de
la necesidad hacia ese encuentro, despertando, en el proceso, la ensoñación del
tacto.
En este inicio de
novela la búsqueda de saber qué cosa es una mujer –pues para alguien que nunca
ha estado con una, la palabra ser humano es casi imposible de adjudicársela,
pues ante todo la mujer es una imposibilidad, una incógnita, un misterio, lo
inalcanzable o por consiguiente lo inenarrable; quizá, se pudiera resumir todo
ello en un: “Melibeo soy”.
Al igual que en la
biblia –o con los mitos que hablan del inicio de la madurez–, este inicio trata el tema de la
ruptura con el padre, que se quiebra como el propio cerdo que guarda el
codiciado tesoro en nuestra novela, éste es símbolo de la austeridad y de lo previsor
que es el padre del muchacho.
El escritor en
estas pocas líneas sugiere también que el dinero le da al niño la capacidad de
ser adulto -en cualquier sociedad que haya moneda sucede lo mismo– puesto que para
alcanzar la libertad, la madurez, el goce corporal del otro se necesitan
billetes. Es ciertamente terrible, pero si no hay dinero no hay comida, no hay
hogar ni hotel, no hay vida posible, pues nada se logra únicamente con amor y
buenas intenciones. Este inicio es muy
bueno porque resume de manera cruenta y efectiva la vida del hombre en el instante
en que abandona la etapa infantil.
Las pugnas del
amor y el dinero son las que fundan ciudades: Pedro Páramo, Juntacadáveres, Beatus Ille, El apando –no nombraré
ciudades reales porque es muy aburrido, pero no hay una sola que no se haya
fundado sobre las bases de estos poderes-,
etc. Si el amor nos obliga a dejar
la infancia (léase ese maravilloso cuento de Rudyard Kipling “El cuento más
hermoso del mundo”), el dinero –ya
lo dijo Francisco de Quevedo–,
es el “poderoso caballero” que nos hace ser adultos al menos de cuño.
Pero ante la
muerte, dígame, de qué sirve la codicia por la mujer y por el dinero. Hay un
inicio que habla sobre la etapa final de la vida que recuerdo con mucho cariño,
el de Pedro Páramo; pero hay otro que
es un ejemplo melancólico y no un “rencor vivo” que más le va a este tiempo de
lluvias sobre ventanas de cartón en el que vivimos, me refiero al de El
Gatopardo de Giuseppe
Tomasi di Lampedusa:
«Nunc et in
hora mortis nostrae. Amen».
El
rezo cotidiano del Rosario había concluido. Durante media hora la serena voz
del Príncipe había evocado los Misterios de Dolor; durante media hora otras
voces, entremezcladas, habían tejido un rumor ondulante en el que ciertas
palabras inusuales: amor, virginidad, muerte, resaltaban como flores de oro; y
mientras duró ese rumor el aspecto del salón rococó dio la impresión de haber
cambiado; hasta los papagayos cuyas irisadas plumas cubrían la seda del
entapizado parecieron intimidarse; y entre las dos ventanas, la blonda y
opulenta Magdalena trocó incluso su habitual aire soñador por una contrita
expresión de penitencia.
El inicio de esta novela emula una
mortaja que se va tejiendo por las diferentes voces que aparecen en escena. El
príncipe es un grito callado, es un mar que ha devorado una embarcación y de la
cual no queda nada sólo la gris sábana mortuoria de sus palabras que,
insondables para extraños, cubren el cadáver de la vida, de lo que alguna vez
fue flores y canto. Todo yace en semipenumbras, la atmósfera es tan tangible
como el humo que eleva la guardia roja de los cirios pascuales; los oros de las
galerías son tristes como aquellos que evocara en tantos y tantos versos Rubén
Darío.
El dolor del
Príncipe hace sufrir a todos, es un martillo machacando lo que ya no se puede
machacar, porque ya no hay huesos o carne que den vida a ese lenguaje esclavo
del vacío que llena el palacio, los gestos, al aire mismo pues todo es silencio.
La “música
callada” es la única nota que puede hablar de lo que no podemos del último
trance, porque hay misterios que acabarían con el mundo o peor aún con la
literatura si se conociesen; y el Príncipe, ése que se abisma bajo una ventana
interior, quizá lo sepa, quizá y por eso, sólo por eso se resigna a morir sin
los aspavientos del cortinaje rococó y sin la memoria ni las palabras de esa
juventud que quizá nunca haya existido, porque hay personajes e inicios que
nacen muy viejos, tanto que sólo nos da tiempo de verlos morir.
El final de tu entrada se conecta con la lectura de Tolstoi que terminé esta mañana: la muerte es lo que nos importa de Ivan Ilich, su vida es apenas una explicación de este momento crucial. Desde que abrimos la novela ya nos preocupa su muerte, y si llega a interesarnos, si llega a conmovernos como lo hace es porque el narrador tiene la amabilidad de hacérnosla entender. ¿Qué es un hecho sin la cadena de otros que llevan a él? ¿Y qué tan atractiva puede ser esa cadena sin un narrador hábil para compartirla? Veo en tu entrada al tesista traumado, al tesista que teme morder la mano que le da de comer porque muchas veces la Academia nos obliga a dejar de leer litertatura para concentrarnos en artículos e interpretaciones que parecen más una encomienda que una aventura por gozar. Sin embargo Muñoz Molina es una fuente grande de goces. ¡Que sea leve,tesista!
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