Estiro la mano y
qué encuentro, es época de migraciones. Los pájaros han entorpecido el aire con
su huida. Me asomo a las ventanas y los árboles también han escapado de los
bosques, de los parques, de la universidad. Sólo queda la concreción del frío:
los troncos, las hojas que ya no son hojas en el suelo, los abrigos más que los
hombres, los labios ajados, los gorros tejidos más que mujeres.
Es
de un cielo para no verse, de verdad que es de un cielo aquí estos cinco dedos levantados,
en esta mano hacia dónde. Así de qué valen las tormentas, falta brío, desesperación,
distancia…, así de qué vale la lluvia y tanto paraguas y chamarra y caminar la
noche y llevarla en los bolsillos y dejar que la luna se deshaga en las yemas
de los dedos o deslizarla sobre la lengua, deshaciéndose en muertes, en un frío
de antepiernas, de entrepiernas, de muslos duros, crueles, y no llego a tus
nalgas porque el sol quema y a mí me sale urticaria de tanto deseo y además el
cuerpo ya se acostumbró a las luces eléctricas y a su hoguera de pordioseros forrados de
periódicos y de cartón.
Si
pudiera morder un poquito de otoño en tu pubis, dejarme una brasa para calentar
el cuerpo y levantar el aliento hacia la noche o el día o la tarde porque no sé
qué pasa con el maldito noviembre y sus horas; es de noche y tarde y me
despierto con los huesos madrugados y el tacto allá, en tus senos y ¡qué senos!;
en el trópico donde se van todas las aves, tú, incluso tú y tus migraciones.
Qué
playas me pican los costados del falo, ya no me quedan costillas y me faltan
mujeres, cómo se enchinarán las olas por allá, digo, encresparán; aquí todo se
enfría en caliente o sea en duro, en chinga, hasta el café lo sabe y así nada
sabe ni la clase, menos Blake o su tigre, pobre viejo, él tan caliente, qué va a
saber de migraciones.
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