Mi primer pensamiento de la Ciudad
de México no es el águila devorando una serpiente encima de un nopal, esa es la
capital vista desde los libros de texto de la primaria, la mía inició en el
centro de la mazorca, porque somos hijos tanto del maíz como del “maiz”.
El encontronazo sucedió
en el primer cuadro de la ciudad, no en la Plaza Mayor, mucho menos en Palacio
Nacional; porque una ciudad no se encuentra en el grito multitudinario, ni en
los grandes espacios históricos que no habitamos más que en la fiesta y en el
turismo. La ciudad que nos pertenece debe sentirse igual a esos zapatos viejos
y cómodos, a esa blusa gastada que tanto nos acomoda.
Para mí se abrió
como una tortilla calientita, fue al comer mis primeros tacos de canasta, junto
con un vaso de tepache. En resumen, comencé a sentir la urbe a través de mis
tripas, fueron ellas quienes me guiaron y lo siguen haciendo. Ser chilango o
regiomontano o de donde sea es cuestión de intestinos más que de sesos. La
razón poco sabe de querencias.
Mi abuelo fue
quien me inició en los ritos de la capital. Robusto, su rostro pertenecía a la
época dorada del cine mexicano. En casa sólo había un retrato de él: sombrero
de ala ancha, corbata de pajarita, bigote recortado. Nunca los vimos así en
casa, pero sí reconocíamos en esa foto a las estrellas de cine de su época:
Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova o Emilio Tuero. La fotografía era un ideal,
era esa otra vida que jamás tuvo pero que deseó; a él siempre lo vi con un
overol de mezclilla, camiseta blanca, botas industriales y sombrero de paja,
aunque eso sí, el bigote bien recortadito. Podría ser el abuelo de cualquier
capitalino, nació pobre y murió igual, vino de algún rincón de la provincia,
cargando con la leyenda mitificada de un linaje español a sus espaldas y que
toda la familia aceptó, pues eso daba “status”. Cuando yo nací, él ya conocía
el primer cuadro de la urbe como nadie, como el más avezado capitalino que no chilango,
esa etiqueta les correspondió a sus hijos y a los hijos de sus hijos ―o
sea, nosotros―, primero fue un insulto
venido de provincia ―según mi madre―,
y ahora forma parte de nosotros, es nuestra denominación de origen porque si
algo exporta el chilango son más chilangos.
Mi abuelo conocía
las calles no por su nombre sino por los negocios donde encontraba más barato
los materiales para construir una casa cada vez más monstruosa, en constante
expansión. Todo padre de familia chilango que se respete tiene un sueño: construir
un rascacielos para albergar a toda su prole; aunque no sepa nada de arquitectura
ni de los sueños de sus vástagos. La capital guarda esta misma relación con los
que viven en ella, es monstruosa, una pesadilla en constante expansión que no
suelta, que por alguno u otro motivo no nos deja ir. Para el que llega de fuera
es una bestia indómita, una pesadilla cuyo rostro nunca se conoce, pero un
hogar para el que se le entrega, para el que acepta su monstruosidad porque
se ha visto a sí mismo en ella.
Como decía, los
tacos de canasta fueron el primer encuentro con la verdadera ciudad, los comí en
esa calle muy parecida a aquel taco proletario: Corregidora. Los hombres que transitan por ésa y por calles
parecidas se parecen mucho a ese platillo repartido en bicicletas. En primera, parten
de la misma entraña: del maíz; en segunda, los dos están empapados, unos de
grasa, otros en sudor; en tercera, se aprietan unos con otros; y por último, son
un encuentro de sabores: chicharrón, papa y frijoles, náhuatl, español,
mixteco, chicano, tepiteño, norteño… Texturas, colores, sabores, olores; todo
mezclado con la velocidad, con el apuro de que hay que llegar a otro lado, pues
Corregidora, como tantas calles del primer cuadro de la ciudad, es un puente y
un encuentro y una esperanza para aquel hombre preso en el sueño de una
construcción tan grande como la propia Ciudad de México.
Lengua y comida
van de la mano. No hay nada más simple y complejo que un taco o un idioma. Es gracias
a su gastronomía que se conocen los distintos lugares. Puebla tiene su chile relleno,
Monterrey, sus carnes asadas, la Ciudad de México ―para
Chava Flores y para los de mi generación y anteriores, Distrito Federal―
tiene tres comidas en particular: los tacos, las tortas y las quesadillas.
Platillos con un ritual característico, se comen de “a pie”; son una pequeña pausa, un breve descanso para
finalizar la jornada o para seguir con ella. Además, sus ingredientes son
volátiles, inspiracionales y aspiracionales, cada “chef” siente que sus
garnachas son las mejores, que su receta es irrepetible.
No hay un modelo
de taco, torta o quesadilla, cada quien los prepara a su modo, al de la madre o
al de la abuela que muy probablemente no nació en la capital sino vino de
alguna parte de provincia. Las garnachas que comemos, por tal motivo, son un
homenaje, el sabor imaginado que queda de la tierra de origen. La gastronomía, por
tanto, es sui géneris, es chilanga
porque aquí todos los sabores caben, se adaptan, se transforman, se amoldan a
cada calle de la ciudad, a sus necesidades. La quesadilla tiene queso y no
tiene queso, la torta es cubana porque así imaginamos Cuba, como una cornucopia
socialista, donde la salchicha no está peleada con la salsa verde, y ni la
milanesa ni los frijoles con el queso amarillo, o los huevos con la lechuga.
Las salsas pican y no pican, los tacos pueden llevar papas y nopales o pueden
no llevarlos. Esto nos habla del temperamento del chilango, de ese paladar
multicultural creado por todo un siglo de migraciones.
Lo mismo sucede
con los estilos arquitectónicos: El corazón aún abierto de Tenochtitlan, la
sensualidad barroca de las iglesias, la prudencia mojigata del neoclásico
representado en edificios como el MUNAL, la accesibilidad de la Bauhaus en la
arquitectura de los setentas…, pero además, el país de ciegos: las construcciones
de madera y lámina en las zonas limítrofes de la ciudad. Todo ello, son los
anillos de un árbol ancestral, nos dan cuenta de la antigüedad de nuestra
capital; pero también de las grandes desigualdades sociales, de los abismos que
están allí y no están para nosotros. Mi urbe también es un dolor, son los
meados que olió María Félix en el Centro Histórico, es la suciedad y el
desamparo de los niños de la calle custodiando los monumentos de los hombres
que nos dieron patria o de grandes libertadores y pensadores mexicanos e
hispanoamericanos desde Indios Verdes a Garibaldi, de Garibaldi a Hidalgo, de
Hidalgo al Pedregal; pero es también la Universidad Nacional Autónoma de México
con sus murales entre la vanguardia y el mestizaje, entre la apropiación de un
arte que será universal, sí, pero sobre todo Mexicano. Educación y barbarie,
pobreza y opulencia se encuentran al cruzar una esquina, de un barrio al otro. La Ciudad de México no es sólo el crisol de
nuestro país, sino de nosotros mismos, porque es la mirada, el cuerpo, quien la
construye, quien le da sus contornos, quien hace sus tajantes divisiones.
Pero no todo es
arquitectura, ya decía Carlos Fuentes que vivimos medio año ahogados por el sol
y el otro medio año por la lluvia. Nadie puede negar la hermosura del Paseo de la Reforma, con la
voluptuosa Diana y con el victorioso Ángel de la Independencia, pero hay que
tener cuidado con el Tláloc que nos incita a entrar al museo de Antropología,
es voluble, si le reñimos un poco, o nos tomamos demasiadas fotos en las alas
doradas que están entre el museo y el bosque de Chapultepec es capaz de inundar
media ciudad, es celoso, además, cómo comparar una divinidad diluviana con unas
alas sin rostro, unas alas que nos apropiamos para tomar “vuelo”, ¿a dónde?.
La lluvia es
intransigente con el automovilista, pero no con el peatón, conocer “La ciudad
de los palacios” bajo la lluvia hace tener despierto el olfato al pan y a los
cafés, sobre todo si uno camina sobre ese naufragio porfirista que es La Roma-Condesa,
donde casonas, edificios art déco han sido adaptados para el vicio de este
inicio de siglo XXI. El agua hace que despierten las piedras de la ciudad, les
da su brillo, entenebrece las fachadas antiguas, como si los minerales fluyeran
con la misma lentitud que los árboles que se empeñan en no ser talados, en
conservan su vida y de paso la nuestra. Qué sería la Alameda sin su vegetación
o Ciudad Universitaria y la Narvarte sin sus jacarandas. Sí, es un monstruo
nuestra capital, pero uno que florece y ofrece sus milagros a quien abre sus
sentidos a ella.
Mi cuidad es un
veneno de amor y de odios, en mi infancia fue los tacos de canasta más que su
catedral; en mi adolescencia, unas cuantas calles cerca del metro San Cosme, la
intimidad de unos muslos a la vuelta de la iglesia de San José, ese primer beso
marcado en un árbol en bosques de Aragón donde en la noche iban las parejas a
quemar la noche en los pastos nunca recortados. Fue el kiosko morisco de Santa
María la Rivera en las tardes cuando las colegialas salían de la preparatoria
y tenía la necesidad de ponerme la mochila sobre los muslos. Fue un hotel de
paso cerca del metro Revolución en una callejuela cercana al Museo Universitario
del Chopo donde ese arte era incomprensible para mí y ese museo no fue mío
hasta que me llegó determinada edad. Y la Ciudad de México es ahora esas largas
caminatas desde Bellas Artes, con sus conciertos y sus luces eléctricas, hacia
Chapultepec y desde la Roma a Polanco, de Polanco a Azcapotzalco y los
Huaraches de la Reynosa.
La Ciudad de
México es una y es múltiple, se transforma con nosotros, a veces pienso que se
construye desde el interior, nos da un itinerario por descubrir dependiendo
nuestra edad, es parte de nuestra soledad y está siempre junto a nosotros cuando
estamos acompañados. El Distrito Federal, sí, El Distrito Federal está en las
líneas de nuestra palma de la mano, porque el que ama esta ciudad no puede
deshacerse de ella, no puede soslayar que su destino empezó allí y quizá
termine allí.
No podría vivir
sin los sopes de pata ―recién
descubiertos― o las quesadillas de
chicharrón con queso Oaxaca o los tacos de suadero en los Cucuyos; tampoco sin
la geografía que guardo de ella en mi memoria, porque allí, en esa ciudad de
mis recuerdos están guardadas mis mayores revelaciones: el amor, la muerte y la
esperanza de un futuro. Allí me veo en distintas etapas de mi vida tratando de
domar una ciudad que es indomable, porque en ella están sueltos todos mis
monstruos.
La ciudad se
prolonga y se seguirá prolongando en cada uno de los mexicanos que la habiten,
no importa el tiempo de la estancia, si vienen por estudios o por trabajo; al
partir la ciudad se irá con ellos y ellos tarde o temprano regresarán a su
monstruosa capital a rendirle el debido sacrificio.