Se aglomeran, los policías esperan tras
las rejas a que se junte todo, el rebaño baja a las seis de la mañana, camina
perdido, en el sueño aún; abajo, más abajo de ellos mismos, de esos pasos
torpes, sin ángel, entre la mierda, las agujas, las pruebas de embarazo que
corren en las cloacas y las ratas, otro mundo sueña, ¿tienen derecho a ello? Un
exilio de rencores y desamor exhala por las coladeras su tozudez por vivir. Su
existencia y sus anhelos no los conocemos, ¿quién se atrevería a preguntar por
ellos? Su alegría queda fuera de esta ciudad, libre de las rejas que pronto los
policías abrirán para dejar pasar al andén de Indios Verdes a miles y miles de
personas que vienen de Ecatepec y de más allá hacia la Ciudad de México.
Ellos aún duermen, no
están sujetos a horarios porque nadie les daría trabajo, son apenas sombras,
hedores y dolores hasta que escupen la mano hacia nuestra prisa; frustran
nuestros perfumes, fruncen la ropa planchada, la seriedad del peinado y nos da
miedo saber que seríamos iguales a ellos si no hubiéramos tenido suerte de
nacer en una familia parcialmente desintegrada, sin grandes excesos de
violencia y odios.
Es horrible mirar la
sinceridad de los espejos. Giramos la cabeza, olvidamos los ojos en cualquier
parte, negamos la existencia de aquel punto donde se concentra el miedo y el
asco. No deberían de estar a las salidas del metro, en las plazas, en las
calles; no es justo que levanten sus rostros hacia nosotros, mucho menos que
acerquen su corporeidad, ese estigma, esa marca de apestados no va bien con
nuestra jornada de ocho horas, con la higiene que nos exige nuestro cubículo,
con el futuro que creemos posible. Su existencia es un malestar del alma, algo
de ellos nos dice que el mecanismo está roto, que en alguna parte no vamos, no
podemos ir a pensar en un futuro mejor cuando todos ellos nos ensucian los
sentidos. ¿Es nuestra culpa? Da miedo cualquiera de las respuestas.
Intentamos imaginar un
mundo mejor, de levantar una utopía a través del dinero y sus posesiones, nos
matamos todos los días para que ahora ellos vengan a alterar nuestro mundo. La
ciudad es nuestra, nos pertenece, la hemos hecho a nuestra imagen y semejanza:
cemento, acero, smog y vidrio; pero también forjada de desperdicios: doce mil
ochocientas noventa y tres toneladas de basura diaria. No hay cabida para
ellos, que los niños perdidos se queden en la ciudad subterránea, en su propio
cementerio; el nuestro se construye hacia arriba, rozamos el cielo con nuestra
podredumbre amigable con el ambiente que termina aniquilando la flora y fauna
del planeta.
¿Con qué cara llamarlos
“niños de la calle”, si no soportamos su andar entre nosotros? ¿Cuitláhuac, el árbol
muerto de la noche triste, los Indios Verdes y el monumento a la Raza a quiénes
pertenecen? ¿No son estos monolitos condecoraciones tristes de una larga
derrota, de un mundo liquidado, relegado por el Starbucks y McDonald’s?,
estos sí, símbolos de nuestro tiempo, del poder adquisitivo y la masificación, de una sociedad sin paredes que no
hace diferencia de credo, de orientación sexual o política, siempre y cuando se
tenga el dinero y la pulcritud suficiente para pagar y estar allí, sin
perturbar al otro con las perturbaciones fisiológicas propias de todo animal.
No los queremos en la
calle, a nuestro lado, codo a codo, nos desvirtúa su presencia, devalúan el monto
catastral de nuestras propiedades, la higiene y pureza ―siempre de puertas
hacia afuera― de nuestros barrios. No entendemos que la ciudad es más suya que
nuestra, como perros la marcan, la quieren, la conocen como su cuerpo mismo, es
su cuerpo: llagado, sucio, violentado, enfermo; y un perro, dice Jonathan
Swift, ensucia a quienes ama. La ciudad es su madre, aceptan sus caries, sus
estrías, los tumores que le crecen a diario, no la amputan en zonas rojas o
barrios bravos como lo hacemos nosotros; la urbe es la perra completa, no sólo
la cabeza, no sólo esos ojos que se nos graban fijamente a la espalda.
Y a pesar de todo, los
hemos arrojado de ella, entran como intrusos, como las ratas suben de las
coladeras, buscan un trozo de pan, esquivan las trampas, las muertes que hemos
sembrado en su camino. Ejercemos el silencio en contra de ellos, arrojamos
nuestros vicios en los de ellos. Vemos sólo la mugre en su piel, las liendres entre
sus cabellos. Es una ficción que el agua sea gratis, que sea para todos. Son un
censo de tinieblas imposibles de contabilizar, son el cochambre en la mancha
urbana. Son tripas, vísceras, sangre, hedores, excreciones contra nosotros,
contra estos cuerpos y estos rostros sin olores ni forma propios; vivimos en la
apariencia y de la apariencia, vacíos abordamos el metro, cumplimos un horario,
vacíos es la única manera de gozar la ciudad que hemos construido para
nosotros, no para ellos. ¿Cuántas fuentes ha quitado el gobierno porque son
utilizadas por ellos para limpiarse un poco?, ¿cuántas jardineras han sido
herradas para que no se acuesten en los pastos de los parques públicos?
Camino, son las seis de
la mañana, observo las coladeras, en una, el humo se eleva como en un horno de
pan, me recuerda el arribo de un nuevo Papa. La urbe despierta desde adentro,
desde ese doble fondo de olvido donde tiramos nuestras culpas. Y es tan blanco
el humo, tan claro, imposible no verlo, pero la luz nos ciega, nos hace girar
la cabeza hacia otra parte donde la ruina sea más comprensible, menos dura con
nosotros.
Estoy por la Juárez, escucho
en alguna parte a Led Zeppelin; Robert Plant se desgarra en la lujuria de su voz,
la calle está muerta, oigo, tarareo, camino, mis piernas vibran, un calambre sube
entre los muslos, agito la cabeza de un lado al otro, debajo de mis pies la
música, el infierno de escalas entre los dedos de Jimmy Page. En lo profundo
una orgía, una rabia, risas, alguien golpea desde abajo el techo del suelo
donde estoy parado, miro hacia abajo, en la coladera: carcajadas, gemidos
dentro de una oscuridad que no descubro; imagino que estiran sus manos, que
agarran mis tobillos, sus dedos resbalan por mi piel entre los pantalones y los
calcetines.
Dejo de moverme, no
puedo continuar, miro la calle, el horizonte, los edificios, los cables
eléctricos, imagino un pájaro dormido en ellos, me da vergüenza este miedo, me
da vergüenza no hacer nada y no tener palabras ni cuerpo, no saber qué hacer
ante ese mundo que en instantes está aquí, es, y es una verdad como el suelo
que piso… Aprieto el paso hasta cruzar una cuadra y luego otra, hasta no sentir
la música, hasta el olvido, hasta que el día despliegue su batallón de puestos
ambulantes y marchantes. Entro a un café: “Memorias de un barista”; respiro,
huele a los granos en el molino, no puedo calmarme, trituro mi corazón, la
cobardía de estar aquí y no saber qué hacer conmigo mismo; busco una mesa, ordeno
y me siento; en mi cabeza, en mi cuerpo: “Stairway to heaven”; escribo estas
palabras con toda la vergüenza y honestidad posibles, escribo estas palabras
como un deber y un recordatorio de que tengo que hacer algo, de que debo hacer
algo, de que lo hago.
Seh, al final todos huímos como ratas a nuestras cómodas burbujas: el café, el rock, la escritura. Poética de la conmiseración evasiva, del pobrecitismo, de un dolor que no podemos no eludir de tan profundo o que hemos aprendido a anestesiar, o fingir. Saludos.
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