Sentados, mueves la tarde y es tan
lento el sol, tanta pereza sobre las hojas de una primavera que comienza. Me
gustan tus piernas, se siente bien el pantalón sobre ti, hay una holgura del
instante, un acomodo de las pequeñas cosas en unos versos que hoy no quisiera
decir y los digo. El amor nos revela siempre una muerte; tu rostro es su
antelación, tu cabello negro fluye más allá de su obscuridad y escucho los pájaros
allá afuera, su gobierno del aire, la manera tan suya de habitar las regiones
de la locura, del hirviente calor que me atosiga los sentidos y descuadra una
razón que a golpes de cordura y gramática he domado miserablemente.
Pasa el mediodía
en mi voz y en tus ojos, pasa en tu rostro y no te enteras de la semilla de obscuridad
que germina en esta primavera, en las líneas de tus gestos. ¿Cuántas primaveras
se agitan en la sombra de la llama?, ¿cuántas incubamos a espaldas del sol?
Hablo y mi voz se esparce hacia donde no la alcanza mi boca, ¿qué sentido
tienen las palabras que dejamos de poseer?
Hacia afuera el
polen y las semillas, las alas y un trino desesperado por atizar una orgía de
vida. El mundo florece en mi contra, a pesar de mis esfuerzos por mantenerme en
el centro de un círculo ilusorio, sobre una línea que va haciéndose más clara
hasta ser un resplandor que me ciega. Qué bellos son tus senos Sunamita, parecen
dos borreguitos ovillados y dormidos, dos palomitas acurrucadas en un viaje sin
tempestad. Termino de hablar y es necesaria una cerveza para hacer respirable
el silencio de cualquier primavera.