Entre más virtuosos o inocentes más
era su goce y más su gula, y a tal punto llegó que quiso demostrarle a ése, que
hasta sus más fieles sirvientes se hincaban a lamerla para después ir a besar
su santa palabra, La palabra, que no era nada comparada con la suya, con su Cantar de los cantares, escrita por uno
de sus virtuosos. Herida abierta, recuerdo incesante en medio de sus libros
proféticos, acusándolo, señalándole que no hay tregua ni olvido.
“Metióme en la cámara del vino, la
bandera suya en mí es amor.//Forzadme con vasos de vino, cercadme de manzanas,
que enferma estoy de amor.” ¿Se acordará Salomón de aquella galería teñida de
sangre y deseo; del aroma a manzanas de su sombra que iban ciñendo a la
Sunamita hasta hacerla enrojecer a sus ojos?; esos ojos embrutecidos, llorosos
ante aquel cuerpo vencido; ante aquella columna de humo que iba ahogándolo,
viciándole la mirada y el pensamiento; mientras las lenguas de luz que
despedían las velas, la bruma y el picor de los inciensos y del opio iban
flagelándolo, mostrándole la sabiduría de su carne que se había negado a conocer
y que ahora desgajaba sus secretos, agitando su respiración, cada poro de su
piel que se alejaba de la virtud, no así de la revelación.
Ese cuerpo apretado por la negrura,
por la marcha de la noche que parecía ir enfriando sus pezones, endureciéndolos,
como si bramaran sus pechos como cabritos mellizos paciendo entre violetas,
impulsaban al rey al desmayo y al vértigo. La Sunamita movía sus brazos y todas
sus pulseras empezaron a agitarse como un cascabel erguido y orgulloso;
escanciándose hacia aquella boca reseca que desconocía el placer de libar una
piel ávida y sabia.
Salomón sintió la cera amarilla de
aquella mirada quemándole el sexo; las plegarias se empastaban en su lengua al
sentir el fuego dorado de aquel vello ensortijado y felino. Se quitó la túnica
y su cuerpo casi muerto, casi nada afiló el asta de sus banderas y fue clavando
y envolviendo a la Sunamita; y ella reía y gemía de satisfacción y se encajaba
los dientes en su propio labio para no reír demasiado fuerte y su sangre manchó
la boca de Salomón y éste empezó a devorarla, a arrancarle las uvas de su boca,
a chupar los corderos de sus senos y las violetas de su cuerpo mientras ella
repetía: -Salomón, Salomón, suéltame Salomón; -pero éste no paraba, sus dentelladas le arrancaron los
pezones a la Sunamita, sus dedos le fueron desgarrando los muslos, el sexo; y
su lengua era un río de sangre sobre el cuerpo destrozado y vivo de la Sunamita
que parecía gozar en la repetición del nombre de Salomón y en su ruego; como si
se lo dijera a alguien más, como si el nombre del virtuoso fuera otro, un nombre innombrable confinado en cada
una de las siete letras de Salomón…
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