Condenada al olvido y al tiempo, la Sunamita después de que dios la alejó de
sus manos, sin poder ir hacia lo infra ni supranatural, se quedó vagando en
este limbo humano y así fue injertándose en todo lo que era de su gusto: en las
panteras y en las perras y en todo animal que le recordara su naturaleza.
Fue
allí donde decidió para sí el color amarillo de sus ojos y para todas sus
creaturas, pero no era suficiente, ni el león ni el tigre sabían lo
que era la bajeza.
Violencia había, sangre a montones,
aunque la lascivia sólo la encontró en los chimpancés que podían cogerla diez
días seguidos, matarse por una gota del vinagre de sus pezones, por la selva de
su sexo; pero a pesar de aquellas lenguas escurriéndose por todo su cuerpo, de
aquella fuerza que casi le arrancaba los brazos y le destrozaba la columna y el
cráneo; del hedor a jungla y a flora podrida y del silbante zumbido
amotinándose como el sudor y el deseo en su boca, ella era desdichada; en
ninguna de aquellas creaturas existía ni la fatalidad ni la conciencia de la
perversidad, también ignoraban la muerte y nada sabían de ése, el que la había
confinado a una tierra inmerecida, pues ella era parte de la belleza, su
dentellada; y en este mundo no había un sólo ser medianamente hermoso.
Ella, aún mutilada y desfigurada
por la rabia y el celo, era mil veces más tentadora y perfecta que cualquier
efigie que aquellas malogradas creaturas habían hecho de su dios, del odiado.
Tanto se reía de éstas, tanto, que llegó a imaginárselo así, como ellos: tan
poca cosa, tan simple como unos cuantos trazos, tan vulgar como uno de aquellos
que lo habían imaginado a su imagen y semejanza. Lo único que compartían con él
era la soberbia, la lascivia y la hipocresía. Y por esas características y no
por otras, decidió robarse las obras de aquel y hacerlas suyas, que serían –se
dijo- un espejo más fiel de ése que hace mucho tiempo la había arrojado y
desfigurado.
Buscaba a los que se consideraban virtuosos, a los que se
creían libres de cualquier tentación: sacerdotes, monjas, ermitaños, aquellos
que jamás habían asesinado a nadie, ni siquiera a un animal para buscarse el
sustento; hijos que nunca renegarían de sus padres; matrimonios que tenían
trazados en el rostro la tortura de la fidelidad; niños, sobre todo niños que
tenían la torpeza de la inocencia en cada gramo de su cuerpo y sobre todo en
sus ojos; odiaba esas miradas llenas de ingenuidad, de bondad hacia los demás. Cómo
detestaba cuando le estiraban las manos buscando sus brazos o cuando le
sonreían de lejos; eran peor que animales, ignorantes de que su cuerpo había
sido forjado para la locura, para dar placer y desesperación. A ellos los
raptaba y los devolvía insensibles, secos o simplemente los masticaba hasta
matarlos de dolor…
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