Por qué tengo
una ventana al lado de la computadora y por qué ésa no da a una calle sino a
una sucesión de cemento, de paredes fragmentadas por la pereza que supone el
esfuerzo de levantarme de la silla y mirar si hay algo más que concreto, que
muros.
Para
qué me engaño, no hay nada, qué puede haber; y si lo hay es sólo la
contundencia de las casas, del enladrillado del vecino y más allá, otra pared
despintada por el olvido y por el final de la tarde. Me duele la vista al ver
el modo en que el color se le quiebra, se cae como una dentadura floja, tan
agotada por sus años que no puede mantener ni el crema ni el rojo que presumía,
quizá, en tiempos mejores, dicen que los hubo. Yo no podría dar fe de nada.
Por
fin cae la noche y la rotundidad de afuera poco a poco se diluye como las
líneas de un rostro en un espejo empañado. Tras la ventana el tiempo se
corrompe, se desvanece, se hace sombra o fantasma. Aquí tengo la blancura
definida de cada una de las letras del teclado, aunque evasivas siempre -hoy
sobre todo- haciéndome sentir como un mono ante un objeto que no comprende,
pero a diferencia de él, yo lo preciso, necesito ajustarme a su ritmo, a su
respiración, a ese azar que necesita todos mis sentidos y de mi razón para
hacerse presente en la pantalla, para mostrarme lo que creí ignorar y ya latía
en mí, tal vez, desde hace mucho.
La
certeza de lo que poseo ahora: la luz eléctrica, los minutos en el reloj, la
computadora, el celular –que esconde muchas veces la felicidad o el terror–, el
ruido de Adelaida en voz de Josep Plà; me aplastan, me cercan. Todo es tan
concreto, el sonido y la luz dirigen hacia mí sus cuchillas, las siento
encarnarse en mi cuerpo. Como si lo que mirara hace unos minutos por la ventana
se hubiera metido de golpe y a golpes, a pedradas, sin darme cuenta hasta muy
tarde, siempre es tarde cuando nos damos cuenta de lo que pasa o pasó, la
herida duele unos segundos después de que fue hecha, así sucede siempre.
Pero
al mismo tiempo, tengo miedo de apagar la luz, de darles a mis dedos entera
potestad y olvidarme de mí, de la escritura, será porque no creo en una prosa
desautomatizada. Siento que la locura se apoderaría de mí y por ello dejo que
una, dos, que mil piedras gocen de su dureza en mi cuerpo fofo y
sobrealimentado.
Afuera
todo ha desaparecido, quizá nunca existió nada, no hay paredes ni muros, sólo los
que la noche crea en mi mente; porque del otro lado del cristal nada existe,
excepto lo que yo quiera creer que existe. Ahora, aquí, frente a la
computadora, en esta habitación iluminada hasta la nausea, la realidad me
encara, me empequeñece.
Respirar
cuesta trabajo, pues el aire casi es visible aquí dentro, tiene consistencia,
ocupa un volumen determinado; cómo poder tragármelo para seguir viviendo, cómo
eso me puede dar vida, si lo siento acumularse en mi garganta, taparla; y jalo
y jalo más aire y más sobreviene la sensación de asfixia.
Ahora
necesito salir, me gustaría. Estoy harto de distinguir mi mano de la pared, quisiera
confundir mi aliento con el aire o con el rumor de las hojas o los cables eléctricos,
quizá, de la misma noche. Pero me da miedo perder la cabeza, que la sangre pese
más o diga más que las propias palabras; por ello prefiero la asfixia de todo,
el derrumbe de la casa sobre mí. No puedo apagar la luz, aunque sienta que me
sofoco, no debo; al menos, hoy no, no podría.
Así es, la realidad está en casa, el espacio íntimo donde cada quien mide sus propias dimensiones y el tamaño de sus angustias. Dada la opresiva e incolora atmósfera que parece rodearte, me atrevo a recomendar lo siguiente:
ResponderEliminar1. Búscale un lugar a tanto pinche libro, porque de seguro hasta te tropiezas con ellos.
2. Cambia de lugar la computadora, para que puedas escribir entradas que no hablen de enladrillados ni hipopótamos compactados.
3. Olvida las dos anteriores y cámbiate de casa!!
La entrada es muy buena, y más cuando se presta a las patidifusas bromas.
me encantan esos lapsos reflexivos mientras describes todo lo cotidiano!
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