Uno abre la ventana
y espera algo o a alguien; uno se mira en el espejo como tratando de hallar la
belleza o la ternura que nadie ha podido ver más que uno y uno no puede creer que
nadie pueda verla.
Uno
observa al otro o a la otra y espera que aquellos ojos sean un espejo de los
nuestros, que sus manos sean un flagelo de deseo como las propias, como nuestro cuerpo: hormiguero negro, soledad sitiada por aquella o aquel que no sabe la
profundidad del agujero en el que estamos enterrados.
Necesitamos
el eco del reflejo, necesitamos que alguien acuda a nuestra sombra que se
extiende fuera de la ventana. Estamos discapacitados para la soledad, porque en
ella está la muerte o la locura. ¿Quién puede vivir a solas con sus
pensamientos? ¿Quién teniendo voz prefiere el silencio? ¿Quién teniendo cuerpo
acepta vivir ignorante de sus límites y de sus alcances?
Escribir
no es diferente porque espero que me lean. Necesito creer que me comunico, que
alguien es el eco de este reflejo que nace de mí, que me entiende
o me cuestiona o me niega o me deforma.
La
vitalidad de las palabras, de la escritura es precisamente la lectura y quizá
–si el texto es bueno– la reescritura, que puede ser la creación de otro texto o el replanteamiento de las propias ideas y del mundo.
El puente se tiende no al vacío, nadie levanta uno o crea una línea férrea sin esperar llegar a alguna parte, ni siquiera Arreola –aunque parecería lo contrario. Quizá, la comunicación –con ese supuesto lector que necesito creer que existe– esté en un no entendimiento de lo que escribo, un rechazo violento y virulento de cada oración que pienso y plasmo –lastimosamente– sin la perfección con que la imagino –así sucede con todo lo humano. Pero en ello también hay un diálogo, porque al otro mi texto, corporal y psíquicamente, le causa malestar, lo enferma. Entonces la comunión se da o se construye por las discrepancias, por la repulsión, que es, a última instancia, una afirmación de nuestra individualidad ante el otro y lo otro.
El puente se tiende no al vacío, nadie levanta uno o crea una línea férrea sin esperar llegar a alguna parte, ni siquiera Arreola –aunque parecería lo contrario. Quizá, la comunicación –con ese supuesto lector que necesito creer que existe– esté en un no entendimiento de lo que escribo, un rechazo violento y virulento de cada oración que pienso y plasmo –lastimosamente– sin la perfección con que la imagino –así sucede con todo lo humano. Pero en ello también hay un diálogo, porque al otro mi texto, corporal y psíquicamente, le causa malestar, lo enferma. Entonces la comunión se da o se construye por las discrepancias, por la repulsión, que es, a última instancia, una afirmación de nuestra individualidad ante el otro y lo otro.
De
eso precisamente nos dotan los demás y lo demás: de límites, de un pensamiento
propio y de un cuerpo. Nos afirman nuestra personalidad o nos van dotando de
una, de lo que somos. Porque sólo podemos conocer nuestros extremos si tenemos
a alguien más allí que los haga evidentes, que nos señale, que enfatice las
diferencias. Quizá existan puntos de comunión, pero serán las discrepancias,
sobre todo, las que nos harán sentir escindidos –en ciertos sentidos– de una
totalidad, pero al mismo tiempo, nos hará únicos e irrepetibles.
El
otro –incluidos nuestros reflejos– nos delimita, pero del mismo modo, nos
conforma. Saca lo propio que hay en nosotros y eso es precisamente lo que
aportamos a los demás. Quizá alguien carezca de lo que tengo y a su vez yo
necesite de aquello que tiene el otro. Allí nace el diálogo, la amistad, el
amor, el deseo, el arte –cuando se quiere y se intenta representar cualquier expresión humana. Pues es
una necesidad del hombre entender su mundo y a aquellos que lo habitan,
de cuestionarlos y cuestionarse, de saber quién es y por qué ha llegado a ser precisamente eso y no otra cosa. El arte, y para mí la escritura me ayuda a entenderme o al menos me hace formular algunas preguntas que en otra circunstancia probablemente no me haría, no podría atisbarlas seguramente; y como dice Gabriel Zaid de la poesía –que para toda expresión artística vale–: nos ayuda a ser más reales.
Pero
también ese diálogo al hacernos "reales", esa comunión con el otro y con lo otro, al mismo tiempo que nos individualiza nos hace sentir infinitos; quizá por breves
instantes –como el orgasmo–, como si las cercas de la carne se pudrieran o
nosotros, por gracia de aquel o aquella, crecemos tanto que cualquier límite
nos parece insignificante, irreal. Nuestras fronteras: el amor, la amistad, la
muerte; se expanden tanto que olvidamos que antes servían para
diferenciarnos, delimitarnos y posicionarnos con respecto a los demás; porque
esos mismos ahora sirven para hacernos partícipes de la totalidad del mundo.
O de la totalidad de la infinita cadena de enunciados, si nos ponemos bajtinianos jajaja. Definitivamente el escribir es tender esos puentes, o las vías (para seguir con la metáfora de Arreola): a veces no sabemos a dónde los tendemos, pero es como lanzar una señal de radio al abismo del universo y encontrar sentido en la respuesta, que puede ser reflejo o la auténtica constatación de que somos parte de esa totalidad. Buena y reflexiva (en ambos sentidos) entrada sobre el oficio.
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