Hay personas que pasan en vida a
ser personajes no ya de su propia historia, sino de la Historia en general y
por ende de todos nosotros. Llegan, incluso, a ser arquetipos, construcciones
del tiempo que han quedado allí, constatando el devenir y la perennidad del ser
humano. Se vuelven temas que encierran signos, signos contenidos en mitos, en
leyendas, en una narración que involucran un tiempo en específico, pero también, el momento preciso de aquel que las lee: oral u escrito; sin olvidar, como dice
nuestro personaje, que leer es interpretar el mundo, es hacer vivir la
escritura y yo añadiría, la escritura de todo lo que nos rodea, pues todo posee
un lenguaje a dilucidar.
Este
hombre, que proviene de la tradición helénica, de la escuela de Pérgamo, este
personaje que ha anegado su corazón de Milton y de Shakespeare y de la batalla
interna por el saber y el ser, por la forma y la psique no es otro que Harold
Bloom. El polémico y el bibliómano Bloom, tan real y tan irreal como el propio
personaje de Joyce.
ÉL representa el
mito del crítico, que podría ser Curtius por ese sentido clásico del agon que caracteriza su vida misma. Agon entendido como pugna, conflicto
dramático entre los personajes principales de una obra, de dos significados o
dos libertades. La lucha es el centro de la literatura y de la interpretación
nos dice Bloom, pero también de la vida misma –como nuestro propio personaje ha
sabido bien interpretarse.
El crítico
literario, el que aún es de fiar, debe ser polémico, extremista, nos dice
Harold, aunque llegue a ser terco y se equivoque y no entienda de razones.
Porque en la lucha a veces se pierde, porque el poder ciega y no se ve más allá
de las propias palabras; pero la terquedad es también una manera de creer en lo
que se piensa y de afirmarse en lo que se piensa. Y sí, jóvenes, también en la
literatura hay cotos de poder. En la crítica, en esos hombres de lentes de
botella, obesos, mal vestidos, semicalvos, que se vienen a la primera caricia o
se quedan mudos –mientras dos universos gritan dentro de su cerebro y su
entrepierna- ante los imponderables del sexo…, sí, ellos, en su mundo, tienen
cierto poder que sólo involucra a los de su tribu, porque sólo ellos entienden
la ironía o el galimatías que otro de su especie esgrime contra ellos y que
puede no sólo herir susceptibilidades, sino granjear enemistades más duraderas
que lo que perdura una crítica catedralicia sobre el Quijote –por ejemplo. La
palabra crea, pero también destruye.
Bloom es de estos
hombres que afilan sus máquinas para el trote militar de las palabras.
Estadounidense, trágico y judío. Errante y exiliado como todos ellos, como el
Satán de Milton o el Sylock de Shakespeare. Mercader de palabras, astuto,
agudo, amante fidelísimo de sus propios intereses; su endemoniado abismo mental
es un páramo para todos aquellos paraísos posibles, idealizaciones de la
escritura, porque ésta nunca es ideal, la palabra ya nace corrupta y
corruptible desde el momento en que se le piensa; porque en una lucha no hay
paz, hay conflicto, hay desunión, guerra de adargas lógicas retumbando su
belicosidad en la psique, reclamando su lugar en el mundo y de esa forma su
destino y la concordia de su muerte.
Digo que es un
personaje porque no es un ser opaco, al contrario es espejo de muchos; no
reflejo, arquetipo, no tipo; es un ser trágico porque vive y muere por su propia boca, porque habla para
el hombre desde sí mismo y tiene el valor de sostenerse, aún en sus equívocos.
Al ser verbo, se crea, se es porque no tiene miedo de contestar y de
interrogarse para volver a responderse y cuestionarse y ser definitivo y
puntual y con ello clavar o clavarse el venablo de sus inquisiciones y por ello
también es enjuiciado y ejecutado: “palabra reina altiva”.
Trágico por
convicción y por ignorancia, trágico por querer ser en un mundo en que ser es
enfrentarse al vacío y al miedo y a la monotonía; y al rechazo y al sinsentido
y a la ignorancia; y a la evasión y a la uniformidad, al absurdo de la utopía.
En este mundo hace
falta equivocarnos más porque del equívoco viene la concordia, la libertad;
detrás, la lucha y antes la acción, el pensamiento, la pregunta, la discordia
con el mundo y anterior a éste el querer ser.
Bloom es presente
y es pasado y espero que sea futuro; es un hombre Clásico por formación y vocación
pero también un hombre de su tiempo y fuera de su tiempo porque se atreve a
decir, a juzgar de forma categórica sin importarle lo que otros piensen, lo que
yo mismo crea. Su espina ética es lo que me hace leerlo con avidez, lo que me
fuerza a tratar de rebatirlo, a preguntarme, a ser y a ver la distancia abismal
entre mi conocimiento y el suyo, siempre universal, enciclopédico, totalizador,
pero sobre todo humano, porque en él la literatura es orgánica, es un árbol con
sus pájaros estivales, pero también con su invierno y su podredumbre.
Bloom es un hombre
que piensa y pensar es analizar el mundo, es mirar la literatura en toda su
compleja humanidad y lo que ésta tiene de divino. Y pensar es el estadio más
alto del hombre; y el deber del crítico, por encima de todo, es humanizar, no
es crear consciencia sobre… sino tener consciencia sobre…, lo demás vendrá por
añadidura; y Harold Bloom a pesar de ser Harold Bloom y por ser Harold Bloom la
tiene.