El baño no sólo sirve para
organizar nuestros pensamientos o dar origen a ciertas ideas como ya dije en
una entrada anterior. Los mingitorios también son un espacio de revelación, de
sacralidad. Sí, señores, sí, de SACRALIDAD. Yo no lo creía, yo no quería
escribir sobre este tipo de cosas, porque vaya, en estos tiempos quién va a creer
en lo ultraterreno, en cuestiones más allá de nuestra comprensión y si a eso le
aunamos que la experiencia sucede en el baño, pues díganme, quién no pensaría
que me estoy cagando de ustedes, digo, riéndome, hasta yo dudaría de tal
comunión con lo divino. Pero si pudieran meterse en mi mente les aseguro que la
sinceridad y el azar son lo único que rige a este escrito.
Todo comenzó una
mañana, tiempo que también niega toda revelación y no digamos, una
transverberación; que en esos lugares, perdónenme, hasta yo dudaría de la parte
divina de la experiencia, no así de la posesión y de los ojitos de plato tal
como los de nuestra Teresita de Ávila. Pero una revelación, un pequeño atisbo de algo
que nos trasciende y arroba, que nos horroriza por su patencia divina, por su
calidad inhumana, sí puedo creer que suceda en el baño; y sí, sí la viví, mejor dicho: la padecí.
Eran menos de las
diez de la mañana (ya saben el asunto de la puntualidad y de mi capacidad para mear que es portentosa), entonces me dirigí al lugar propicio al llegar a la universidad, pero por otra extraña razón los
depositarios de mis desechos fueron los que se encuentran en el primer piso, en
el pasillo de la facultad y no los habituales de la biblioteca –que como en otra entrada
comenté, tampoco es lo usual en mí (ahora que lo pienso la otredad, la
experiencia sobrenatural sobreviene a
partir de estos pequeños cambios de conducta, de esos momentos en que la rutina
se rompe debidos a… No sé… ¿Destino? ¿Soy realmente quién decide a dónde mear? ¿No seré
dirigido por esa mano y ese ojo omnipotente y omnipresente hacia algún lugar de
su capricho? y ¿cuál más caprichoso que los baños?)– pero bueno, sea como sea
el lugar fue ése.
Total que a paso
veloz atravieso el pasillo, esquivo a tres cruceros trasatlánticos acallados en
las diversos puertos que dan a los salones, tropiezo, el buque de mi vejiga se
ladea, casi derrama su contenido, pero logro llegar y en ese instante, toda la
luz y la claridad del baño me golpea. Frente a mí, en medio de una especie de
vapor y de humo, un señor de traje café
embarrado, de barba y cuerpo de náufrago atiza, hacia el techo, la bruma que se
desprende de sus hinchados cachetes. Sus ojos están enceguecidos por el paño
que cubre las micas de sus anteojos, embebido completamente en el disfrute de
su neblina no se da cuenta que a unos pasos lo observo fijamente hasta el punto
de haber olvidado la razón de estar allí.
El camarote de su
goce se cierra de súbito, la escotilla de su boca deja de pasar brisa alguna;
es entonces que me doy cuenta que me ve de perfil, de arriba hacia abajo –a
pesar de tener el mismo tamaño que yo–, como si al invadir la privacidad de su
alegría fuera un crimen imperdonable, como si la desnudez viniera precisamente en
dejar observar a otro las recién liberadas amarras de la felicidad.
Su barba de pronto
adquiere un matiz cetrino, un ulular de cuervos moribundos tristea con su muerte sobre aquel mentón y sus
ojos, infame turba de nocturnos graznidos, me señalan, se me entierran en mis
ojos, en esa parte de mi cerebro que empieza a esculpir ese instante que ellos
quisieran demoler, demolerme como yo hice con aquel tiempo de felicidad.
De pronto, bajo mi mirada, el traje
se le arruga más, es invisible, puedo notar el pudor, la conmoción de su piel
abandonada, el descuido que de pronto es evidente hasta para mí, su nerviosismo, su entrada a los minutos, su peso sobre las baldosas de los baños. Yo sigo avanzando,
escucho mis pasos como una mirada obscena que no quisiera formar pero como
dije, hay ciertos actos de nuestra vida que no los hacemos nosotros, que
alguien más los dirige y por ello seguía minúsculamente avanzando, dejándolo sin el consuelo de la ignorancia por parte de ese desconocido que seguía, sin quererlo, es más, sin saberlo avanzando hacia él.
Atravieso el
umbral, justo a unos pasos de aquella presencia náufraga,
de aquel mar de pronto despierto en la isla desierta que ha formado en torno
suyo; virgen en la niñez de su goce, de ese vicio que sus manos tratan de
ocultar y que al temblar las falanges hacen más evidentes la ruta y el tesoro mismo. Observo el humo del
cigarrillo que en esos momentos tiene más consistencia y más firmeza que esa mano huesuda y casi
ultraterrena que trata de ocultarse de mí. Es pienso, como esa rosa del paraíso al despertar, pero para él es el placer descubierto, el regreso a la prohibición, al tiempo.
Porque la felicidad son esos actos o hábitos en apariencia insignificantes, que duran unos segundos, minutos, quizá. Como fumar en la universidad –que ya está prohibido– o hacerlo a pesar de la
prohibición del médico o de la pareja, etc…, o como quitarse los zapatos y
mover los dedos después de un día muy pesado de trabajo. Y por ello aquella mirada de león de mar herido,
de salmón entre los dientes del oso me es sacrificada, pero ak mismo tiempo ese instante
irrecuperable, ese momento de alegría me abate de pronto y tengo la
clarividencia de que esos instantes los he tenido contados y que yo no soy más que el reflejo de aquella presencia desvaída, que de pronto me desdibuja entero el esqueleto. Quisiera decirle algo, decirme algo, pero aquel licántropo
reconcentra todo el tifón de su soledad en un último zarpazo de su mirada hacia mí antes de aplastar
su cigarrillo en la suela del zapato y empujarme mientras se dirige rumbo a la salida. Estiro la
mano sin decir nada, veo su espalda cada vez más lejos, llega a la puerta y gira sobre el pasillo, lo sigo o pienso que lo hago,
pero al llegar a la entrada de los baños no puedo levantar la mirada, ni siquiera logro enfocar el eco de sus pisadas al alejarse.
Volteo de nuevo
hacia dentro y observo aún la última fumarola que queda en el aire, camino
hacia ella, me envuelve y así me miro en el espejo: borroso, velado; veo detrás, como si estuvieran muy lejos la
evanescencia de los retretes y enseguida vuelve la sensación de angustia de hace unos
minutos, voy hacia uno, el vacío poco a poco me va llenando, escucho una
melodía ronca y aguda. En un instante domina la blancura de la cerámica y la
turbulencia del agua limpiando mi presencia. Me subo el cierre de la bragueta,
el mar está en calma, salgo, demasiado en calma.
Más que mística, la experiencia me parece algo fantasmal, y hay mucho de cierto en ese momento y en esos espacios que parecen hechos para la más solemne intimidad. En el mingitorio se vive esa experiencia única de tomar entre las manos el vehículo de vicios, dichas y goces pasados o presentes, pero con el riesgo siempre latente de que alguien nos invada o perturbe ese breve instante de arrobamiento, de contemplación.
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