A veces, en contadas ocasiones
–para qué mentir– me da por pensar, pero las ideas o los fragmentos de imágenes
o palabras vienen acompañados de cierto gesto que es idéntico cuando deseo a
alguien o estoy muy excitado. Me disculpo de antemano pero no puedo dejar de
homologar al ejercicio mental con la calentura que me produce recorrer el
cuerpo de una mujer, de desearla, de imaginarme el olor de sus axilas, la
rugosidad y el color de… y la redondez de sus pezones.
Porque ningún
conocimiento es superior al de la carne, a deshacer a una mujer bajo mi cuerpo.
El pensamiento nace de una imposibilidad física, por sí sólo es un
discapacitado; necesita forzosamente de todos nuestros sentidos. Por ello
ninguna idea nace desasida del mundo, en estado puro, ni siquiera los conceptos
como guerra y paz, pues éstos surgen de pulsiones humanas, de sus arrebatos y
concilios.
Pensamos por un
defecto de la vida, porque nuestra realidad está malhecha, inacabada, no
funciona como debiera, el mundo fue hecho por un dios perezoso o demasiado
descuidado, para no decir perverso; por ello lo volteamos al revés en nuestra
cabezota y tratamos de reconstruirlo, de ponerle un curita o tirarlo todo para volver a construirlo
y tratar de hacerlo habitable. Pero este acto no es inmaterial, es
tangible porque todo aquello que ideamos o imaginamos queremos verlo andando por allí, deseamos darle una concreción física; lo malo es cuando perdemos todo pie, pues podemos
convertirnos de un momento a otro en locos, asesinos o suicidas.
Para mí morderme
el labio –que es el gesto que al principio señalé– significa desear en estado
puro o sea querer ser, afirmarme aunque sólo sea el gesto de una interrogante.
Por otra parte este pequeño mordisco me ha traído, ciertamente, muchos
problemas, pues si de casualidad alguien me ve en ese estado de afirmación del
ser o sea, mordiéndome el labio, puede pensar que me la estoy o lo estoy
sabroseando, como me ha pasado. Y cómo explicarle al susodicho toda esta perorata que
ustedes muy amablemente han soportado; quién en su sano juicio me creería;
además podría provocar un enojo mayor, pues algunas personas son bastante
vanidosas y sería un golpe a su ego decirles que la verdad mi mordida de labios
se debía a otra causa como las divagaciones de la más reciente lectura o la
imagen de una torta de bisteck con aguacate, quesillo y harto chipotle.
Sea como sea al
morderme los labios quedo mal, algunas veces quisiera reprimir ese gesto pero
no se puede normar lo inconsciente, además me da gusto tener una concreción
física de lo que mi mente va humedeciendo. Porque sí, al sentir mis dientes
sobre la carne de mi boca siento la forma en que la claridad del pensamiento se
va transfigurando, adquiriendo su lugar en el espacio; porque pensar es deseo, y
desear es de alguna forma poseer aquello que se anhela, ese instante que se
expande o se contrae a voluntad porque es un tiempo interno que va más allá del
reloj y por ello podemos verlo y detenerlo desde el ángulo que más nos guste y
así acomodarlo a nuestro organismo, poseerlo, desmontarlo, descoyuntarlo,
hacerlo a nuestro modo.
Lo que llevamos en
nuestra cabeza, que muchas veces debe de quedar sólo en nuestra cabeza, es la
única dictadura que nos confiere libertad, sólo con nosotros mismos podemos y
deberíamos actuar como nos dé la gana. Pero tampoco es escindirnos del afuera,
de lo otro, porque el pensamiento se ramifica, quiere salir, construir una
parte de mundo para nosotros y hay que dejarlo, siempre y cuando no afecte la
parcela de alguien más o –para los tiempos actuales– el pedazo de banqueta que
nos toca.
Pensar es habitarnos, vivirnos hacia dentro y hacia
afuera, es tener una respuesta aunque borrosa hacia algo que nos atañe profundamente,
que no se podría explicar fuera del ámbito en que nos movemos, de las personas
con quien hablamos, de la mujer que deseamos, del tiempo y de la historia que,
finalmente, nos configuran y configuramos al preguntarnos sobre éstos.
Hay gestos impensados precisamente porque -diría Freud- son reacciones del vestigio de animal que la civilización nos ha enseñado a domesticar. El pensamiento, precisamente requiere del descanso de los impulsos, el descanso de la vida para poder desarrollarse. Por eso es curioso que en sociedad tengamos que controlar hasta los gestos y sobreponer a cada instante la norma por sobre aquello que en realidad pulsa en nosotros. Como cuando tratas de mirar a los ojos a una escotada damisela y no encontramos cómo evitar el escurrimiento de la mirada. Buena entrada.
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