Después de un
largo viaje por fin una luz muy, muy amplia de cielo abierto y banderas blancas me baña.
Camino descalzo, siento el pasto bajo mis pies y el cosquilleo de alguna distraída
hormiga. Un sicomoro se agita equilibrando al viento, los olores del naranjo refrescan el estanque, la guayaba llena el jardín
en la estridencia de su mujeril orgía; ecos, ruidos y sombras brillan y pulen y
engrandecen la diminuta selva. Al fondo, sentado en cuclillas, me llama; él, como Buda, hace vibrar
la campana de la tarde. Su voz es un odre de oro, una mesa bien dispuesta y abastecida. Los
pájaros agitan el color de sus vuelos en su bigote. En la mano sostiene una
tacita de porcelana y el café brilla en su acidez y se eleva en volutas de sueño
hacia otro sueño. Me invita a sentarme. Hola, Álvaro, le digo.
Pero a pesar de
las presentaciones la plática es como un viejo juego de ajedrez, avanzamos como
tortugas enormes, como ruedas sin sendero entre laberintos de viajes o de
recuerdos, de calles que tienen perfiles de sal, de cantos dejados en alguna
orilla del alma. Arrojamos guijarros de pensamientos, de oraciones o
simples ideas que el otro completa, sobre todo él, para hacer justicia.
Bebíamos
lentamente, el olor del café nos invadía la lengua y Mutis me hablaba de África
y de Conrad y de tantos marineros que terminó por marearme. Al mojar sus bigotes
en el café su voz se anegó de un gran silencio marino, de una brisa y de un horizonte que me
recuerdan la primera vez que vi desde la carretera la bahía de Acapulco. Sentí cómo los mares de las eras trenzaban
sobre mí su ímpetu, todo el ruido de sus aguas me humedecían por entero, la
lengua tenía un regustito a sal y arena hasta que fui sepultado en los naufragios que
los ojos de Mutis dejaban correr. Cuando la saudade me había acariciado por entero, de súbito, rompió el silencio: el agua y la mujer son los dos grandes temas
del marinero y de la añoranza; y siguió mirando muy alto y muy lejos y
muy hondo para mí mientras susurraba algo para él mismo. Yo reconcentraba mis ojos en el jardín y en sus panteras que
se deshacían de amor y morían infinitamente como las estrellas o las historias
que ya no se recuerdan y al ser hiladas de nuevo nacen por primera vez, son
otras sin saber que siempre serán las mismas, que desde la noche de los tiempos han estado allí.
En su nariz el
tiempo se aquilataba, él pedía, no reposo en ese mutis, sino la acumulación de todo el pasado, de todos los mares que se derramaban por todo su ser; las horas corrían
infatigables y Álvaro al fin me miró fijamente mientras la mitad de su rostro se perdía en la taza. Lo acompañé con un trago similar, menos hecho, más acaudalado, tanto
así que derramé unas gotas en mi camisa blanca. El imperio anda perdiendo el gentleman, me dijo; y con el dorso de la
mano se limpió la boca y se miró la pedrería ámbar del café que se escurría por su piel,
después sonrió ancho y agitó su brazo salpicándome la claridad del traje que no
pudo hacer otra cosa que reírse de mi estirada pose.
Las historias siguieron
su marcha. En sus ojos una cartografía pasó, un mundo, la vida de un hombre, de
uno sólo, que podría ser la de cualquiera, se iban extendiendo por el pasto y por
la selva que nos rodeaba, sentí la sombra de una espada tras de mí, el suicidio
de mil ballenas para sustentar la locura de un capitán, alguien desde un espejo nos miraba con nuestros rostros, a otro el
mar le había ofrecido sus aguas de casa y un mapa esperaba ser al fin encontrado...
Yo muy inglés, de
traje blanco de lino y pañuelo rojo, tomaba en mi tacita de lunas blancas un
cuento azul y alfombras voladoras y mareas y monstruos y pájaros de lava. Nos
acordamos de las mil y una noches y de Borges, pero al llegar a Gabriel García
Márquez y a su Macondo miró mi fastidio y los dos recordamos, para apaciguar las
aguas, una carta que Alfonso Reyes le mandó a Carballo sobre la importancia de
la comprensión y rememoramos esa parte en que comprender es también perdonar
tanto para jóvenes como viejos y con un apretón de manos dejamos al comedor de
mangos dormidito en su hamaca para bien de esta tarde.
Bebimos las
dulzuras de la taza para avivar el espíritu, me cuenta la historia del café,
pero a mí me importan otras, ésas que escurren por los bordes de la porcelana,
que van brillando conforme la luz se espesa y se condensa en un punto del
horizonte, como un pequeño solecito mofletudo que aún está en espera de salir
al mundo; pero la timidez y el cielo son demasiado anchos y él está solito allí,
huérfano desde siempre, perrito sin dueño con alma de gato, ve el mundo bajo
sus pies y tiembla de temor al no saber si podrá alumbrarlo por entero. El
pánico escénico y nuestras miradas no lo ayudan mucho, pero sobre todo la de
Álvaro que lo observa con cierta picardía, pero enseguida sus ojos adquieren el
carácter de la niñez y pareciera que en un gesto de complicidad con las cortinas
rojas del crepúsculo éstas se retiraran poco a poco para que el sol enseñe, al fin, su
trajecito amarillo de pequeño emperador; se anima y con todo el ímpetu
de su edad aprieta los dientes e inflama los cachetes; y las uvas en los vergeles
del jardín se encienden negras y como espejos multiplican esos ojos de oro
turco como una constelación de aves y de cantos y la marea de luz se nos viene
encima y nos moja la ropa y una onda de calor me recuerda los muslos desnudos
de una mujer amarrada a mi cintura.
Flotamos sobre las
palabras negras de pétalos densos, sobre el rechinar de tablas o de mareas que
nos lanzan a los perfumes de alguna secreta aventura, el café se calienta más, sentimos el tostado de sus curvas en el aire; mar y mujeres, me repito y súbitamente una ola me
revuelca, diluye el jardín y abandono ese sueño, vuelvo a mí sudoroso en el
litoral de mi cama, enredada aún en aquella selvita y en aquella voz. La mañana se apodera de la calle. Toca suave la de rosados dedos la
desdentada ventana de mi cuarto, despereza a mis ojos y a mi boca, me estiro
completamente y mis manos, que tanto han tardado en volver a mí, se agitan
nerviosas, están ansiosos por escribir la pequeña aventura de este barquito de palabras, me levanto, voy a la cocina para hacer café...
No es precisamente un don envidiable el soñar con muertos recientes, pero siempre tendrá un gusto curioso saber que son gente que admiramos y con los cuales, aun sin haberlos visto nunca, tenemos una experiencia más profunda, como la que sólo pueden alcanzar la literatura o la música escuchada en común y devotamente. Y eso curioso también como comulgan las obsesiones de ambos en el espacio liminal del sueño: el café, los marinos, Moby Dick, por supuesto y esas sirenas que son las mujeres cuando su canto nos está dirigido, o cuando, por el contrario, morimos porque se nos dedique.
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