Hay circunstancias que nos alumbran
y nos refractan hacia el crisol de otro tiempo que es sólo la máscara de todos
los tiempos; el azar es una de ellas, un espejo donde nos vemos llamados, donde
se nos invoca para compadecer por algo que ignoráramos hasta ese instante, pero
el encuentro, entre más fortuito, da fe de que nos pertenece, que el germen ya
estaba sembrado en nosotros –quizá antes de nacer–, por tanto somos los únicos
convidados y responsables, a partir de ese momento, con lo que hagamos con
dicho azar.
En el tiempo del
llamado nos volvemos una especie de fantasmas de nosotros mismos, de ese ser
sin tiempo que de repente nos invade y nos llena de una memoria profunda,
extensa e intensa que parecería que cargara con todo un mundo de
significaciones nuevas. Sólo pareciera, pues muy en el fondo sabemos que nos
pertenecen, que están allí desde hace mucho tiempo, como pesar o alegría. Sólo
soy memoria, decía la Garro, y la memoria que de mí se tenga; somos una junta de
azares, una memoria familiar y cultural, constante y pasada, hecha presente por
la palabra, por la cita que se menciona y se graba en palabras o se profiere a
viva voz para marcar la huella inconstante de los presentes, siempre idos.
Sentado en esta
piedra que es el sillón cuando la hoja no se lubrica como debiera, pienso en
que la última semana he sido invadido por los encuentros inesperados; ya lo
decía ese escritor circular encerrado en los universos de su ceguera: que todo
encuentro casual es una cita; pero si es cita es algo pactado de antemano, algo
que desde el pasado afecta ya el presente de nuestro probable futuro. Conmueve,
por ejemplo, una banca de parque o de un café, siempre con la saudade de la
lejanía, pero también con la esperanza de que palmo a palmo la distancia se
vaya haciendo, rancheramente, menos. Las citas empiezan desde la distancia, se
establecen con una mirada, con el nerviosismo del deseo que siempre es una
esperanza de labios llenos, de abrazos apretados y encontrados alientos.
Cuántas veces nos
ha pasado que nos quedamos viendo a alguien sin saber quién es; pero algo en él
se nos hace familiar. A mí hace poco me sucedió uno de estos encuentros, pero
fue por partida doble, pues mis citas se dieron dos días seguidos y en
distintos cafés.
La primera vez yo
estaba sentado en Passmar, tratando de leer Duelo
en el paraíso de Goytisolo. La novela no tiene ningún valor simbólico con
mi encuentro, o al menos no lo veo, simplemente lo menciono para mostrar mi
pose de mamón intelectual y para reafirmar el lugar común del café y el libro,
además sirve para justificar la sorpresa que sentí al ver aquella claridad de miradas, de toda una
familia, sobre mí.
De buenas a
primeras estaba muy cerca de una de esas mesas bíblicas donde la abundancia no
sólo estaba en la comida sino, y sobre todo, en la armonía de ese mundo al cual
se me permitió asistir por azar o por el don de alguien o algo que no se puede
definir, luz le llamaron unos y obscuridad o naturaleza otros, sea cual sea el
ejecutor yo fui el ajusticiado, el asistente, el último, a las bodas de Cadmo y
Harmonía.
Pero no me desvío
más. A fe de la verdad, nuestro encuentro no fue directo, fue algo muy de
Velázquez, pues la cita se dio a través de los espejos pegados en los muros.
Por ellos observé la sonrisa de todas aquellas pupilas, no podía
ser de otro modo, me iba reflejando en ellas, por momentos me sentía parte de
la luz de sus ojos, de esa agua vibrante, tonante convivencia con el sonido de
sus bocas que no pude, para no faltar a la verdad, escuchar, aunque presentía
que de cierta forma me incluían. En algún momento llegué a pensar que también
me veían, que agradecían secretamente esta convivencia que el don de los espejos
y el azar nos brindaban.
Después del choque
inicial la mirada giró un poco más y el ángulo que me ofrecía era el de mi
propia figura: desgarbado, con la ropa de ayer, triste por el desalojo del Zócalo
y por la manera en que se tasa a los hombres, por la credulidad de unos y la
mala leche de otros; me vi mutilado, grotesco, un borrón de hombre; y fue
entonces que recuperé la memoria de mis tristezas, que regresé sobre mis pasos,
sobre el motivo inicial de mi peregrinaje; porque antes de entrar al café era
una derrota caminando, encharcado de arriba a abajo, tratando de rescatar algo, de darme vida al
menos sensorialmente con las notas de un café, de un, al menos, aceptable café.
Pero al verme en
aquellos ojos, todo el pasado nauseabundo se despejó, la vida de pronto agitaba
sus ramas como haciendo patente la vitalidad del bosque, la memoria recorrió un
camino más antiguo, más poderoso y claro. Por momentos quería dejar de ser ese
reflejo, ése que mira Velázquez desde el fondo del lienzo; y corporeizarme, sí,
tener realidad, ser tangible para todos, que ahora sea yo el que mira y poder así
sonreírles, presentarme, pedir una silla extra y hablar, sólo hablar, decir mi
nombre, sobre todo necesitaba saberme, tener la certeza de esa respuesta;
porque continuar es ser cambiante y yo quería sólo ser en ese momento,
establecerme, pararme en un punto y decir soy esto y mi sabor es tal. Era una
locura, lo sé, el tiempo no se detiene, además soy muy tímido y las
convenciones sociales no dejan mucho espacio a un pensamiento infantil, libre de
pudores; aunque no sé por qué sentía que ellos también buscaban la forma de
romper con esa estrechez, pero quizá es sólo mi proyección, mi deseo de
comunidad. Además me era imposible verlos plenamente, no hubiera podido
soportar tanta luz sobre mí.
Esa lucha interior
empezó a incomodarme conforme pasaban los minutos, me sentía escindido, así que
opté por la salida fácil al ver mi taza vacía: pagar e irme. Pero no era yo, al
salir del mercado caminaba bajo la lluvia pero mi cuerpo no era mi cuerpo, sin
darme cuenta llegué a Etiopía y en la entrada del metro el silencio era denso,
nadie sonreía, catorce de septiembre y todo muerto, la democracia seguía de
nalgas para arriba. Llegué a mi casa enlutado y sin una parte de mí, corrido al
ver mi rostro en el espejo, sobre todo porque me recordaba mi pasado inmediato y mi tonta prudencia.
Al otro día, junto
con mi hermana, fuimos a un café de cuyos precios no quiero acordarme, la hora
variaba un poco, aunque era más tarde, mi ropa y mi aliño mejoraron, no mucho; la
lluvia persistía y yo iba como penante. Trataba de platicar con ella pero le
escuchaba la mitad de lo que me decía y mis palabras brotaban tronchadas, mi sombra
había entrado en huelga y no quería dejarme el paso franco a la vida.
Total, fuimos por
un café, la necesidad de ser feliz se impone y ésta comienza desde lo más
primitivo, con los placeres sensoriales; necesitaba el olor del grano, una taza
profunda y un sillón que cargara con mis restos. Necesitaba sentir en la lengua
y en la nariz la premura, la acidez, la dulzura y el agror de la vida a un
tiempo pero en calma, de a poquito.
Al cruzar la calle
que da al café de pronto vi a mi sombra saludarme, al principio no lo entendía,
pero al aguzar la vista entendí todo. La mitad del lenguaje que me
faltaba se volcó de nuevo dentro de mí. La misma familia estaba sentada afuera
del lugar, en el rocío de sus ojos la tarde adquirió un tono gris juguetón.
Quería saludarles, decir: hola, qué bueno que aún los encuentro. Pero la lógica
aplastante de mi hermana reconcentrada en su frente geométrica y en el trazo médico de sus cejas me hizo desistir de tanto candor.
Entramos al fondo
del lugar y ellos quedaron afuera, cualquier lectura espacial es válida porque
en esos momentos ya no podía dudar en el valor simbólico, lectura mamona del
mundo, de Duelo en el Paraíso, sobre
todo las palabras finales de Doña Stanislaa, o la distribución ambivalente y ritual de los dos cafés; o cómo negar la inmovilidad de las horas en cada uno de los
encuentros y la consistencia del clima, reconcentrado en truenos y augurios, en
lluvias propicias para la revelación. Todas estas pendejadas que construía mi
mente no eran otra cosa que intentos por evadirme del hecho real que allí afuera me aguardaban. Mi
hermana me notaba nervioso pero nada dijo, yo quería pararme pero la matemática
de sus gestos ponían una tangente a mis desgarbados afanes. Aún tuve una última
oportunidad pues una muchacha de ese grupo, joven, como aquellos ángeles que le
anuncian la buena o malaventura a María, entró donde me encontraba y le habló,
no sé qué bolerísimas cosas, a la barista, pero yo ya no podía dudar que esa plática me
incluía, que era mi llamado de pertenencia al grupo, a mi cita, a mi azar, pero
la cobardía al ridículo y mi hermana con la cubetada de su mirada me clavó las
manos y los pies definitivamente al sillón, y un milagro, lo saben todos, no dura por siempre; además
qué persona le dice hola a un desconocido o desconocida y se sienta como si
nada en su mesa.
Instantes después
salimos pero ya no había nadie, juro que estaban, yo sé que estaban allí, mi hermana me miró con cierta condescendencia; de todos
modos quizá los vuelva a ver, finalmente los días siguen igual de amargos para
dejar de ir a un café intentando reanimarme un poco. Además, el azar, decía
Pedro Salinas, es lo único seguro en este mundo.
Una de las entradas que más he disfrutado, sin duda. Narración e intelectualización se equilibran bastante bien, como un reflejo armónico en el espejo. Hay tanto Muñoz Molina ahí, y no sé qué tanto Goytisolo y Borges, pero sobre todo esa imagen de la convivencia a través del espejo, como imagen de tu deseo de pertenencia. Porque los espejos multiplican el número de los hombres y los hacen también entrometerse en zonas que no conocen de sí mismos, a veces ventanas indiscretas, a veces disimulado voyerismo que se niega a reconocerse como tal. Finalmente, tanto Bonifaz, porque uno pasa por esas casas de familias felices e hijos dichosos, repitiendo el peor de sus dos trajes, porque así tocó en suerte ese día, esa ocasión que ya sabíamos nuestra, pero quizá lo habíamos olvidado. Excelente, excelente.
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