Al final del día, cuando el balance
es negativo, cuando el olor a camión o los callos en los pies se hacen
insoportables y el cansancio va demoliendo hueso a hueso lo que queda del día hace
falta algo que nos reviva, que nos sumerga en un olvido precoz, pequeñito de todas esas horas acumuladas, para mí ese bálsamo lo obtengo de un rostro atolondrado, más en específico, de una sonrisa tonta. A mí me pone feliz verlas un poco
desencajadas, los dientes ligeramente separados y grandes, sonriendo sin
importar ni la lluvia ni el tráfico o los apretujones en el transporte público.
Sobre todo
prefiero las sonrisas tontinas de las mujeres, debido quizá a que el hombre es
idiota por naturaleza, y bueno, tan acostumbrado estoy a ver rostros primitivos
en el espejo que es mejor no hablar de ellos, al menos en esta entrada.
Pero las sonrisas
tontas de las mujeres me atraen de una manera obsesiva –sobre todo si tienen el
pelo largo y lacio y son delgadas, delgadísimas como si el viento se burlara de
ellas y las arrastrara en el remolino de sus azares–, quizá es debido a ese
estado de gracia y excepción que conlleva un rostro de esas características.
Digo estado de
gracia porque pareciera que en un instante aparecieran delante de uno, como si
de improviso llegaran en esas horas álgidas con su candor de pájaro perdido,
con el pálpito recién apaciguado después de haber entrado, con el último pitido,
al vagón del metro entre agrios rostros y empujones; o se corporeizaran en medio
de una fila sin saber si es para un concierto, para las fichas en el hospital o la de las tortillas; o pudieran
aparecer en medio de la prisa que impone una tormenta, extendiendo sus calmos
brazos sin importar resfriados o los charcos sembrados dentro de las zapatillas.
Como si su presencia no se debiera a un
pacto de realidad, con el minuto a minuto, es más como si fueran en contra del devenir del mundo, la rebeldía está en la boca del tonto o la tonta y específicamente su sonrisa es el himno revolucionario de cualquier normativa. Por tal motivo no podrían ser personajes de novela
realista; porque su aparición se debe a un capricho, no social o político, sino poético, a una junta de azares o de
citas imposibles de justificar.
Su virtud radica
precisamente en esa vacuidad espacio-temporal que su rostro transpira; por
ejemplo, yo las he visto algunas veces en el metro y pareciera que no les
importase ser trituradas por los hedores y por los odres pesarosos de tanto
trabajador o por la pereza con que el metro decide si mueve dos, diez o todas
sus ruedas por una buena vez o se queda a pastar por siempre en alguna de las
infinitas estaciones de la ciudad. Yo las veo y de inmediato esas sonrisas
tonteriles empiezan a devorar el peso de las horas, de la quincena flaca y el
estómago a punto del desmayo. De buenas a primeras, bajo su égida todo se trastoca, se instituye dulcioneo el mundo.
Ellas, en su
tonteril vaguedad pareciera que no estuviesen en el mismo vagón en el que tanta gente junta sus carnes; porque algo nos separa de ellas, como si de sus sonrisas a nosotros existiera un
kilómetro de distancia, todo un universo donde el dolor del cuerpo, su
cansancio y los años –sobre todo cuando se regresa de la universidad o del
trabajo– no existiesen, como si la tonteril sonrisa tuviera el embrujo de hacer
desaparecer las fatigas humanas, sus trabajos y sus días.
A veces, al verlas
antes de ser difuminado por el bocinazo de los vendedores de discos puedo sentir
el modo en que reconcentran los perfiles de su silueta en la boca; y como si de un imán se tratara, yo mismo soy
arrastrado a ese universo tonteril; me transfiguro, mi cara cambia, miles de
chispas iluminan mi boca; y todo es más claro y espacioso –sobre todo si estoy
en el transporte público–, y de repente estoy en ninguna parte, habito de buenas a primeras
la infancia y todos los recreos del mundo. A partir de ese momento, todo es una apuesta a la sorpresa, a
lo desconocido, mis sentidos se abren pro primera vez: el movimiento del vagón, el sudor del cargador de al lado, el
bostezo del otro sobre mi nariz o el estornudo del estudiante en mi nuca o ese
perfume de campanas vibrando y vibrando sin fatigar sus metales; nada me pesa ni me cansa porque todo lo que me rodea es desconocido o al menos lo veo desde un cariz diferente.
Nada importa
entonces porque o todo es nuevo o como si por primera vez los percibiera
realmente en su nimiedad; como si tener
la cara de tonto significara volver al olvido y a la inocencia, sopesar de una forma más ligera el peso de las horas; entonces, no tiene la menor importancia tener
los huesos deshechos o los dedos nadando en las aguas encharcadas del zapato
porque no se pudo evitar la lluvia, tampoco me molestaré por el tufo esparcido a lo largo y a lo ancho del transporte. Para el tonto el mundo se mueve demasiado rápido para que se ponga a pensar en esos asuntillos sin importancia, para qué sufrir si la vida se va en un segundo.
Nada importa
porque de un momento a otro estaremos en otro lugar, no hay mal que por bien no
venga, además un rostro perdido y alegre puede refrescarnos la carga del día. Esos
pequeños milagros nos salvan, nos reincorporan al mundo y es entonces cuando nos
vemos sorprendidos, reflejados en las ventanas del metro o de las marquesinas
de la calle con una sonrisa tonta que nos vuelve inmortales o niños y si cae un
diluvio y andamos sin paraguas es mejor bailar bajo la lluvia y seguir el rumbo
de nuestra tonteril sonrisa, al fin y al cabo tarde o temprano terminará de llover.
Tan tonto y hasta afeminado suena el título que me había resistido a leer esta entrada por aproximadamente cinco largas semanas. Resultado: en la sonrisa tonta del título se refleja la profundidad que tiene lo aparentemente intrascendente, porque en la sonrisa tonta y desmañada reflejamos lo que somos en el punto álgido donde nada parece tener remedio en realidad y lo mejor que podemos hacer es reírnos de la encharcada desgracia. Atrapados en el subterráneo, en la fugacidad de las estaciones, hay imágenes que quedan, aunque sean el jalón orejas que una madre da a su hijo, la caída de una dama encopetada o la sonrisa de una tonta que nos regresa al aire de la vida.
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