Todo el asunto de la muerte es una cuestión de
alimentación, un proceso digestivo nada más, podemos reducir la vida a tragar y
ser tragado o a tragar y defecar o ser defecados. El fin último de nuestra vida
es abonar el suelo para las futuras generaciones. En octubre se hace evidente
este ciclo, se encarna, o para ser más exactos, se cocina.
Comer huesos de
pan o calaveras de azúcar va más allá del canibalismo o de ser irrespetuosos
con los difuntos. El alimento trasciende la burla, la carcajada misma es introspección
y retraimiento, un no olvido de la futilidad de nuestros esfuerzos por hacer perdurable, cada vez más, el propio pellejo. Porque comer es un rito, y como todo rito,
está lleno de simbolismo, que no es otro que el de tragarnos a la propia muerte.
Queremos tenerla en nosotros quizá como talismán contra ella misma, o para
recordar que, a su vez, no somos más que una ofrenda de huesos, harinas del
mundo.
Por ello podemos
chancear con ella, embromarla con toda la seriedad debida porque la hemos
digerido completamente, pero además somos nosotros quienes la alimentamos, quienes horneamos la dieta de sus huesos, que son los nuestros. Estas fechas nos van refrescando
la memoria de lo que somos y de lo que seremos. Reímos porque no podemos hacer
otra cosa ante lo inevitable, para qué llorar ante la única verdad segura sobre
la tierra, la única inamovible e inconmovible.
El banquete crece
y se renueva cada año, se madura en las barricas negras de nuestro cuerpo,
somos el platillo principal y por ello, de cierta forma, los festejados, y no
hay festejo en que no participe la familia, la comunidad, sus risas, pero
también el tiempo que marca constantemente un año más, una celebración más
hasta que el festejo sea sólo memoria colectiva, día en que se recuerdan a
todos los muertos:
En
tu frente de azúcar llevas
un
letrero, mi nombre. Muerdes
un
regusto hipócrita a tristeza…
Sí, hipócrita y triste, escribe
Rubén Bonifaz Nuño, sobre el hombre; porque la risa que le enseñamos a la
muerte es un intento por jalar aire, por vivir sabiendo de antemano que es la
carcajada de la muerte la última, quien nos cerrará la boca, quien morderá
nuestros labios, nuestra voz, dejando un descarnado silencio.
Hipócrita porque
llega un tiempo en que sólo nos queda el consuelo de la muerte, su caricia ante
el cuerpo que ya no tiene asideros seguros en esta vida, que no tiene mirada ya
para ver los colores del horizonte, hipócrita porque queriendo morir sonríe
pidiendo un día más por el temor de no saber nada del lugar al cual iremos.
A veces la muerte
se presenta piadosa, otras inmisericorde llegando demasiado pronto o bastante
tarde como en el caso de Rubén Bonifaz Nuño a quien la muerte le fue devorando
los ojos, las manos, pedazo a pedazo el alma, hueso a hueso el esqueleto, la
vida misma y que en su último poemario Calacas
la muerte cobra la familiaridad del dolor, del azúcar que va resbalando sobre
nuestro nombre, endulzando y acibarando esos versos de última danza, de
postrera alegría y sorpresa que sólo obsequia la poesía.
Poemas que me
afloran la tristeza y el recuerdo, porque son hospitalarios, pan de muerto que
nos engorda el ánimo para aceptar el trago que nos es dado en la fiesta de los
convidados. Porque también “Encajonado, oigo mi nombre,/ de cuerpo presente, en
esta misa/ de difuntos; muertos ya, me velan.” Y me ven y me juzgan y al mismo
tiempo me deshuesan, me agarran del cogote pidiéndome silencio; pero cómo
callar si lo que más tengo y he tenido siempre es hocico y hablo y me defiendo
y berreo y doy un sinsentido de sentidos ante el temor de morir que es una mano
que va subiendo entre mis entrañas, que arranca un poco de mi hígado, que
aprieta e hincha mi colon, y yo confieso hasta lo que no debiera por alargar un
poco las cuentas de mis días a pesar del dolor o quizá porque duele en un punto
aún soportable me amacho y me cubro de mí y de la vida que me tocó en suerte. Quiero
vivir porque siento milímetro a milímetro mi ser ajado, porque sé que me he
ganado las horas de mi vida y el sueño de la noche y el placer que sólo el
cuerpo de una mujer me puede dar para seguir soportando mi existencia sobre
esta tierra.
Enumero a mis muertos, junto sus fotografías
en el altar y pienso en Rubén Bonifaz y en Góngora y los trasplanto a mi árbol
familiar y me enrabio contra el último diente que se les quedó clavado para
siempre; pero también sé que aún queda espacio, siempre sobra pared para una
más y me veo reflejado en el vidrio de la veladora y sé que me esperan, pero
falta, yo sé que aún falta y por ello río porque aún puedo, porque aún tengo
dientes para plantarle cara al futuro.
Sé que la muerte
no es justa o injusta, no entiende de leyes ni de sociedades, es amoral, no
está casada con una religión u otra, sólo llega, es el único trámite que no
firmamos y debemos de pagar.
Pero… cómo no
berrear, cómo no extraviar la línea y las palabras y perderme en el cúmulo de
rememoraciones por los idos; y hoy en particular, hoy que hace frío y me siento
enfermo y me pesa la muerte tuya, Rubén; porque si la calaca embistió contra el
montón de harapos que eras, tú y no ella me carió para siempre mis abecedarios;
tú llenaste la pila de mi parca bondad, atigraste las flamas de mis pesadillas,
calaste a la mujer, a todas ellas a mi lujuria, en la hondonada del espejo la
flama del deseo se agita tan hondo moviéndose ciega dentro y fuera de mí, por
tu culpa, por tus versos de desterrado y amigo, “de caldo gordo de sufrimiento”,
de dolor mujer al lado de la costilla.
Aquí, junto a mi
padre y mis abuelos y al bueno de don Luis, en este esqueleto que ni para pan
ni gelatina, ni para disfrazar de muerte esta muerte que resucita hoy, contigo,
en este primero carcajada y buey venido sin adornos te llevo y te procuro con
calabaza en tacha, con ponche, cañas y tamales y moles y flores.
Invoco a la flaca porque
necesito morir de apoquito para vivir un día más, porque quiero ver tu sonrisa
de malecón Rubén, porque escucho esos versos tuyos: “aburridos de morir,
quisieran que algo me tornara a dar vida” y por ello levanto este hilado a lo
bruto y con él te siento a mi mesa y parto mi pan y libo en tu nombre para que te
apresentes y celebres la cerveza y el pollito con mole.
Y por eso me
empecino también en poner una toronja para mi padre y una coca-cola a mi abuelo
y un litro de pulque, y un champurrado para quien ya no pueda con tanto frío y
con tanta muerte. Rubén, aquí tienes tu mesa un poco dolida y desdentada, pero
en pie, aún en pie y con muchos convidados que están deseosos de una mano y
unos buenos versos. Aunque, a decir verdad, yo sólo los acompañaré un ratito,
no me vaya a gustar mucho la cena, además hay cosas que disfruto de esta vida
y como tengo aún quincena y hoy no ando tan feo no es día para desaprovechar
tus consejos:
Que
habiendo viejas y dinero,
pinche
Pelona, me das risa.
Así que Rubén, amigos, familia un
trago más y nos vamos.
Hace poco comentaba con Mónica que yo moriría joven porque la línea de mi vida es muy corta; ella me contestó que ya me había tardado. Lamentable o afortunadamente no morí joven pero sí sé que llevo a la huesuda en mis carnes. ¡Que se le va a hacer! Sin embargo, cada vez que leo o monto mi bici o cuando platico con las personas que quiero me doy cuenta de que estoy más vivo que nunca y que soy tan joven como yo quiera sentirme.
ResponderEliminaratte: Isma
Esta entrada tiene el sabor agridulce que nos deja, como dice el poeta, el hecho de que su frente azucarada lleve nuestro nombre. En la comunión con los muertos, con su silencio de palabras pasadas se escucha la voz viva de uno que titubea y afronta, muy valientemente, su fragilidad, su finitud; uno que hace chanzas y a la vez suda por la cercanía del toro que embiste, que a veces baja demasiado el testuz para levantarnos de una vez definitiva. Y es que nos quedamos desnudos y deshuesados ante esa presencia que nos vuelve ausencia o ante esas ausencias que no pueden ya serlo porque nos acompañan en las palabras en la memoria, en un eco tal vez que se deja oír en estos meses de frío, cempasúchitl y veladoras. Un abrazo.
ResponderEliminar