No sé por qué en la noche se van
acomodando, sin importar que tenga mucho o poco que decir, las palabras. Como
si la noche les diera su lugar en el mundo, un fácil acomodo y un desparpajo
propios, independientes de mí –amargado por oficio y preso en los márgenes de
la academia, pero nunca en su centro-.
La escritura
diurna, antes del crepúsculo, por el contrario, parece tejida frente a la
ventana que da a la calle. Como si el que escribiera esperara algo, una señal,
el rostro que le revelase una esquina sólida de futuro; pero la mayoría de las
veces nada se consigue porque los sentidos están puestos en todo menos en las
palabras; por ello, la impaciencia gana terreno y la aridez de la hoja es aun
mayor.
Aquel espera no la
escritura sino un asidero en el mismo mundo, los rasgos definidos de alguien
que logre avasallar el papel por unas palabras que nombren lo nombrable y no
lo innombrable. El amor, para éste, es en un rostro y un cuerpo ya definidos de
antemano; no es una sensación, no una dolencia que se precipita desde dentro
hacia fuera para regresar a nosotros fortalecida del mundo que nos rechaza, presa
de sí y de nosotros que la alimentamos de nada, de una fe puesta en unas
palabras que ni siquiera la nombran, de un silencio que a gritos la desnuda y
la viola.
Pero también está
el escritor diurno que ama la fama, que le gusta ser visto en los cafés con un
libro o una libretita o una lap escribiendo “La novela” o “El poema”. El
escritor solar busca una manera de ser parte de la sociedad, de arrojar sus
palabras al mundo para que alguien lo salve de su propia escritura, para que
rompa el encadenamiento, la tortura amorosa que es el oficio de escribir. No le
interesa crear un mundo propio, pues si lo crea quiere que ese mundo se adapte
al otro desde el cual escribe, pues el reconocimiento de su obra es necesario
para que siga escribiendo. La palabra para él es un medio, nunca un fin; la
palabra es una puta que se aprieta para sacarle el auto, la casa, el poder de
subyugar a otros; que brille sí, pero que brille como un metal conocido, que el
sol y sus ciclos sean una bruta deidad de piedra y oro que le permita cobrar
mes a mes sus regalías.
Pero hay otros
escritores diurnos que se la pasan penando al no poder ver en la tarde algo más
que la tarde. Esperan la palabra justa, la idea, la primera frase o verso que
les permitan escribir su obra. Pero el sol es una deidad devoradora, ante sus
ojos y sobre su piel sienten el comal vivo de la calle, el horizonte bosteza y amodorra
la imaginación que se va agotando, se seca con mayor premura bajo esa
iridiscencia que se empecina en ahuecar las ganas de escribir una mísera
cuartilla, un párrafo, una frase que sea el arranque de algo. Ellos son los
faquires de la esterilidad, penantes por convicción y tozudez; flor y canto del
desierto, espejismos de palabra, fantasmas de la escritura, olvido y espina en
la memoria, genios del instante, los apalabrados sin palabras.
El sol, sobre todo
el de las cinco de la tarde, se cuela en los huesos, va ahondado en cada frase
pensada –sólo pensada- de la supuesta obra que se está escribiendo; hasta que al
final, todo engaño es inútil, la hoja nos devuelve un resplandor de odio,
blanco, estridente como el filo de la carcajada que terminamos apretando en la
mano, en la frustración trabada de los dientes y que lanzamos fuera, muy lejos
de nosotros, como las ganas, al menos en ese día, de seguir intentado trazar esa
idea que se convertirá en la gran novela latinoamericana.
Pero en la noche
todo es diferente, la escritura es un río con una variedad inmensa de
afluentes, algunas veces pareciera que apenas si corriera, pero en minutos se
sale de madre, corre sola, sin control, como si el universo dependiera de ella,
como si la vida la necesitara para seguir respirando, para sacudirse un poco.
La escritura nocturna está más cerca de la locura, del sueño que de la razón y
sus geometrías.
Quizá en la noche
escribir es más sencillo, al menos para mí, porque el charco de mis memorias es
nocturno; mis recuerdos, desde que tengo pasado, nunca han tenido mucha lógica,
son un pueblo descabalado, un montón de trapos que no forman un traje, un
vidrio roto que muestra partes de un cuerpo, de una genealogía amorosa que es
imposible conocer a cabalidad. El amor, ya lo dijo algún poeta, es sombra
fugitiva, memorias de fuego, noche de carnaval y de instantes.
Cuando miro hacia
dentro de mí, por ejemplo, nunca puedo tener una imagen completa de nada; de
hecho, la lógica, la hermanita de la cordura, se mueve en un bajo perfil, como
servidora pública, como burócrata desangelada.
No me culpe, no
está en mi talante tratarla bien, no se me dan las falsedades; ¿a usted le
gustan las filas, las entregas de documentos, las citas para hacer cientos y
cientos de trámites? Por eso no me cae, aunque últimamente la he visto más
flaca; digo, nunca ha sido muy guapa, pero ahora la veo muy decaidita a la
pobre; quizá, y sólo quizá, se deba a mi desinterés, pero es que la veo y cada
vez me dan menos ganas de bajarle los calzones, de montarme en ella para ser parte
del engranaje social; ya hasta me aburre aventarle niños para que le hagan
cosquillas o vendarle los ojos y dejarla en mitad del patio a la hora del
recreo. Vaya, no me inspira, pero no por eso quisiera que desapareciera, digo,
uno no debe de entrar a un salón de clases sin pantalones, o gritar lo que se
le venga en gana; sinceramente, no sé qué haría sin cordura. Además, tengo una
tesis por terminar y sin un esquema, sin un orden, digo, la vida también sería
inhabitable. Ah, pero por otra parte, no me gusta la parquedad ni la seriedad
de formol; yo, desde niño, gozo con las cosas turgentes, plenas de sí, bien dadotas
para clavarles los dientes de todo el cuerpo.
Por ello escribo
sobre todo en la noche, me gusta una dieta rica en grasas y perversidades. A
veces ni cuenta me doy que la llevo de tan arraigada. Por ejemplo, en este
momento recuerdo unas piernas largas, unos muslos que merecerían toda la
morosidad posible para recorrerlos. Lo raro es que hasta este momento las rememoro.
Las vi en los pasillos de la Facultad pero no me acuerdo que las haya visto, no
sé si mi entiendan… y las estoy recorriendo tratando de… retener… así… un poco
más… y esta mano…, traviesa… despacio, así, agarra tu ritmo… sin tanta prisa veloz
saeta… al menos… segundo. ¡Ah!… en fin, ah…
Pero es inútil, la
noche me impele a seguir sin rumbo, como tablón de náufrago me lleva, como el
sentido del sinsentido, de pensar en la muerte sin adjudicarle un rostro o unos
cuantos huesos al menos escribo. Aunque a decir verdad, siento un profundo goce
al ver la agonía de los Baldores de mi vida, de esos caminos que vamos construyendo
para dotar de sentido al día, al mundo, a la misma noche, sí, a ésa, a ésta que
me obliga a machacarme frente a una pantalla en blanco para crear una esquina
de aire, un jinete en la tormenta, un jardín circular que tenga sólo ángulos,
un laberinto con demasiadas salidas para evitar las pesadillas, las lagañas del
llanto.
Construyo mis
puertas, mis ventanas para luego tumbar mi cuarto; es más, ahora estoy en una
playa, en aquella donde fui feliz y fui desove de ballenas en la madrugada,
aceite de marinero para alumbrar un gemido –luz de la lámpara apagada-. Aquí la
temperatura es de veinte grados, no pasan aviones, sólo las mofletudas nubes se
mecen en sus hamacas de viento; una ciudad se pierde allá en lo alto, más allá
de las primeras estrellas, una muralla hecha de crepúsculo se vierte en espumas
con cada parpadeo. El oleaje surge de mis manos y se extiende tierno ante mi
lujuria –siempre infantil-, ante mi lengua entre los glúteos de esa mujer, de
esas mujeres que no, y que ahora sí y sí, sí, sísísí las rescribo, les doy su
letra para luego paladearlas en mis alfabetos personales hasta el punto final.
La noche me
devora, me sumerge, me ahoga de nada y de todo, soy una mancha de tinta
circuncidada, el buen judío que deseó mi madre, el hermano que necesita mi
hermana, el amante para todas esas mujeres que no necesitan uno, que no sabían
que lo necesitaban hasta que me ven pasar forrado de pelo y de baba, de lengua
y de peces y de kimonos jadeantes en una acuarela japonesa sumergida en el agua.
Soy un fotógrafo enfocando el gemido, soy y apenas palabras... pa pa bras
La playa es una
noche de plenilunio niñas con el calzoncito en la boca apretado y mojado entre
el sudor de sus dientecitos entre el callado ardor que a mi imaginación avivó
Lolita lúnica, lade todos jadeante fermento jade en las venas cuerpo al mundo
techo de menos…
Aquella portada de Molotov, si no fue mi
iniciación sexual, sí apretó el cogollo de la perversidad, la fue puliendo,
como aquella Fabiola que ahora es mía y que un día tocó mi pecho y me duró la
erección toda una vida, floreciendo mes a mes, enarbolando un perenne mayo
danzante… enredaderas de Graciela y tantas Gabrielas en flor y Tamaras,
Dayaniras y Deyaniras y Yazmines y Paulinas-Paulas y círculos de Glorias y Ruths
sin tanta sal, solitas, sobre un elefante faldero que escondo en mi cuarto y
que hasta ahora, en esta noche en que todo lo puedo las devoro hasta tener los
dientes deshechos de azúcar, hasta que el clavo, qué digo clavo, viga, asta, mástil
de los tiempos, mango del Vaticano, envidia de musulmanes, demonio africano, ¡Jesús!
cristo de señoritas y devocionario de novicias se yergue con las últimas
palabras de este texto que, por urgencia de sábanas termino.
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