El gusto proviene de mi madre,
sobre todo de las historias que surgían de sus manos que parecían sorprenderse por
los olores que ellas mismas recreaban al describir las bondades del café, sobre
todo el turco. Por ello, no puedo pensar
en éste sin que haya algo de teatralidad, de aspavientos que son necesarios
para la oralidad.
En mi infancia la
experiencia del café satisfacía algo indefinible, una sed intangible, por así
decirlo. Las voces en torno al café, o para ser más precisos, la de mi madre se
adensaba, envolviéndonos con el traje que quisiera ponernos; sus modulaciones nos
acercaban a otras voces, otros mundos que como actos de fe terminábamos por
aceptar. A veces nos dejaba acompañarla a su juventud, cuando tenía dieciocho
años y empezaba a ganar su dinero; otras, nos daba cuenta de sus futuros ya
realizados o aquellos que siempre se quedaron allí, en ella, abiertos siempre,
unos como heridas, otros como joyeros de flores y alguno más como polvillo de
repisa.
Cuando Esperanza
–mi madre- hablaba, inmersa en esa atmósfera de olores y sabores, su mirada se alejaba, como si de pronto no
estuviera allí con nosotros y su corrillo no fuéramos mi hermana y yo sino sus
propios hermanos, aún niños, o algunas de sus amigas o aquellos hombres con los
que imaginaba unas cuantas esquinas de felicidad y odio y que en su voz sólo se
dejaban presentir por unos raros silencios y a veces por una pizca de sonrojo
que no lográbamos entender. Pero fuese lo que contase, sus ojos adquirían
un aire de malecón, de nostalgias, una brisa de naranjas en la boca y algo de
sal en los labios, con todo y su ¡ay, de mí!
Los silencios en
ella eran niños jugando a los escondidillas, unos que nunca logramos encontrar
y nos daban, cuando menos lo esperábamos, el uno, dos, tres por todos mis
amigos. Pero nunca perdíamos, no; nadie pierde en una charla porque una
historia nos enriquece de pasado, de deseos que se yerguen en nosotros sin
saber que los llevásemos dentro. El escuchar una historia nos hace partícipes
de un mundo, se nos concede su llave y sólo nosotros sabemos si ésta seguirá
murmurándonos o será nuestra incredulidad quien nos haga olvidarnos de su
existencia.
Entre sorbo y
sorbo sus palabras bullían a oleadas de banderas blancas, con el juvenil ímpetu
de mangos apretados entre las manos, escurriendo entre las comisuras de los
labios... Pero no sé, hace mucho de esta historia y quizá la estoy confundiendo, pues pudiera provenir de
otra parte y de otra mujer, ya que a Esperanza la fruta que más le gusta es la flor
de la papaya, no los mangos, no.
Pero bueno, en su boca un aire
de sonrisa, una puerta blanca de silencios y de rojas ventanas aventuraban más de lo que se atrevía a contarnos.
Y aun así era tanto lo que nos daba, demasiados mundos que convivían en nuestra
misma calle, demasiados para una mujer tan diminuta que en aquellas horas
crecía desmedidamente, primero era tan grande como la casa, después el mundo no
bastaba para contener ese torrente de tiempo y palabras.
El café que se
preparaba en mi niñez, debo aclarar, nunca fue el turco, por ello sólo podíamos
imaginar su sabor, su densidad, ese terciopelo de mariposa que se sentía en la
lengua y en las comisuras de los labios, el picor del cardamomo que se abría
como piquito de chupamirto. Pero era bueno que no tuviéramos idea a lo que
sabía, porque eso mismo hacía que la bebida tuviera algo de mágico, como si el
café sólo existiera en la imaginación de mi madre y gracias a ella adquiriéramos el don de probarlo.
Nosotros, en
cambio, teníamos una pequeña cafetera de acero inoxidable con un tapón de
plástico transparente por donde el café anunciaba su llegada. Parecía una especie de pertrecho militar antiguo,
un objeto vital para la sobrevivencia, su volumen parecía contener todos los
haberes que mi familia había acumulado desde el principio de los tiempos.
Desde que la
recuerdo siempre estuvo abollada pero nunca dejó de funcionar. La preparación en ella
del café no era compleja, por ello el ritual era mínimo pero intenso.
Desde el momento de poner el grano
molido en la coladora de la cafetera el olor nos llenaba el cuerpo y la
imaginación, y a mi madre las ganas de conversar, de llenarnos la cabeza de
otras ella y de esos seres que no coincidían con los que teníamos delante: primos, tíos o abuelos.
Ella convocaba a
sus fantasmas o –ahora que lo pienso- quizá eran éstos quienes le hacían
cosquillas en la lengua, pues parecía que estuviera poseída por una sed inagotable
de decir, de salirse de sí, de esa vida encerrada en las cuatro paredes de sus
hijos, en el entramado de calles que desembocan siempre en su trabajo, en sus
manos, raíces gordas y torcidas, firmes y milenarias en el delicado oficio del manicure con el que nos sacó adelante.
Tengo que confesar
que he perdido la mayoría de los mapas y las cartas de navegación que mi madre
fue depositando en mí desde la infancia. Pero es que eran tantos, a veces sus
líneas se juntaban, un continente era otro y al otro día estaban en las
antípodas; otras pugnaban por revelarse, por hacerse la guerra, por destrozarse
y dejar nada, nada; otras armoniosamente se juntaban, hacían fiestas, quitaban
las cercas que las dividían y jugaban a ser un gran territorio, un tiempo y un
espacio fijos, una eternidad que al otro día quedaba amputada, sobrevivía una
amnesia, un barrer por aquí y por acá y todo terminaba en un limpio y recto
apalabramiento de adoquines que quizá mañana ni siquiera quedase su recuerdo.
Aunque todavía suena
en mí el nombre de su amiga Italiana,
Carmen; que ahora es más personaje de ficción que antes, pues ya me ha tocado
escuchar su voz, algo muy a la Unamuno; al principio era desconcertante, pues
escuchar las modulaciones de las cuerdas vocales de un personaje que creías
hecho sólo de palabras y que su voz era una cierta modulación de la de mi madre es algo que te hace dudar para siempre de la
realidad. Pero yo la verdad no dudaría que algunos de estos seres pudieron
corporeizarse de tanto que Esperanza los traía a colación, por ello me niego a pensar en la realidad burda de Carmen, no, ésta es realidad de mi madre, de los cuentos que de ella escuchaba de niño.
Volvamos a nuestro
asunto, cuando el gusto por el café turco se hizo más intenso en ella, la bebida ya no sólo permitía el ingreso a la
memoria, también al futuro y no como un mero deseo, sino que éste era una concreción
tangible, pues lo venidero aparecía en modo de sombras, de perfiles familiares
o que muy pronto lo serían, caminos mutilados que sólo nuestra voluntad podría reconstruir,
líneas que contaban una historia por hacerse y que casi siempre tenían algo que
ver con el amor y siempre con el deseo que iniciaba en forma de arenilla en los
asientos de la taza del turco.
Si tuviera que
resumir esos años de aprendizaje diría que el café, a un nivel inconsciente,
fue mi acceso al tiempo y al deseo, deseo que por ser finito se perpetuaba con
la palabra y por gracia de ella se invocaba. En mi infancia ésta era diálogo,
voces vivas, charlas que desde muy lejos pedían si no mi opinión, sí mi
atención y algo de indulgencia.
Ahora, aunque no
es lo mejor, pues el tiempo y sus azares acumulados en otra persona siempre son
preferibles a los que nuestra mente puede urdir, muchas veces, por falta de
contertulios o de tiempo, o porque padezco el mal del solitario, converso conmigo
mismo a través de la letra escrita, ya
sea al leer un libro o al escribir un manojito de palabras. No se crean que es
algo sesudo, no, tampoco algo que se pueda o deba presumir; para mí, el café me
permite estar cerca de los míos, de mi hogar, es buscar la comodidad, el querer
estar en familia y amigos, ¡fuera los zapatos!, la charla debe ser cálida, sin
prisas, desgarbada, como un canto que rueda de a poquito hasta perderse en las
lenguas del río, o las manos que en la calidez de un callejón encuentran las
lunas bajo la falda, las estrellas que perdidas cayeron de la noche y
alumbraron un poco ese matadero de alma que llevamos dentro.
Por ello un buen
café no se toma rápido, no debe ser visto como un instrumento para despertarse,
no. Un buen café, como todo lo que se valora en la vida, nos lleva de la mano
hacia donde quisiéramos estar en esos momentos, como sucede con la escritura,
el diálogo, la amistad; todos estos expresiones, escrituras del deseo, maneras de decir amor o humanidad.
Ahora que ando con los problemas de la ansiedad y la neurosis, he recibido una buena lección con esta entrada, sobre todo en lo tocante a escuchar y a no utilizar el café más como un acelerador que como un estimulante. Algo proustiana también, nos lleva a los recuerdos más remotos, esos que no son nuestros pero que nos llegan por las voces, los relatos y personajes que nos resguarda el pasado. Hay que notar por encima de todo ello que muchas vocaciones literarias comienzan en la agradable conversación de los otros, las voces que oímos y no siempre lo que leemos, saber escuchar para saber relatar, saber leer para saber escribir. Siempre la palabra al centro con los mundos y vidas que evoca, con los tiempos que abarca; al centro de la mesa, la palabra, como una humeante taza de café. Buena entrada.
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