Me he preguntado, no, no, para qué
mentir; la verdad es que nada me he preguntado hasta este momento, es domingo
por la tarde, zumban a mi alrededor los mosquitos y por mí como si fueran las
siete de la mañana u ocho de la noche.
No me he movido ni
me moveré, pese la tentación que encierra esa antología de novelas breves de
Onetti que tengo casi a la mano; sería cuestión de doblarme un poco, forzar algunos
músculos y listo; pero no, es demasiado para un domingo. Además, sólo con el
hecho de pensar en Onetti se me llenan
de nicotina las yemas de los dedos.
Tengo ganas de
leer pero me las aguanto porque eso de pensar en un día que no da para pensar
es demasiado esfuerzo. Mi cuerpo es un oasis de pereza. Nada de fabular, de
echar historias al aire y darme al trabajo de hacerlas creíbles, primero en mí
mismo y luego en usted; si quiere eso lea Para
una tumba sin nombre, que hoy como los domingos de ese Adán de Twain voy
tirando, ya me cansa el sólo hecho de mirar lo que sea, de tener la vista
perdida en nada.
No,
la cabeza en este momento es un peso muerto que ha sido enterrado por los
calderos del domingo, por sus anafres que parecen ir calentado de apoco el
cuerpo, fundirlo al sillón o a la cama. Como personaje Faulkneriano no
tengo ganas de respirar, de hacer ese pequeño esfuerzo por jalar aire, por
tomar una decisión por mínima que fuese. No crea que es por alguna opresión del
espíritu, no, nada de eso, simplemente hay días en que uno es tan perezoso que
no quiere hacer nada ni siquiera inconscientemente.
Vaya, tengo
hambre, pero el sólo hecho de pensar que me tengo que parar del sillón, ir al
baño y lavarme las manos; temiendo que probablemente no haya agua en el tinaco
y tenga que subir la bomba, y si ésta anda de caprichosa por fuerza treparía al
lavadero, buscaría la llave para quitar el tapón y llenaría de agua el tubo para
poder purgar esa endemoniada bomba que nunca se instaló correctamente; después,
tendría que esperar los tres minutos y medio que se tarda en subir, para al
fin, poderme lavar las manos –aunque podría cocinar sin lavármelas, total, es
mi propia mugre-. Enseguida me aventuraría a la cocina, abriría el refrigerador
buscando qué alimentos tengo para hacer el ejercicio interior de pensar qué
podría hacerme sin mucho esfuerzo de comer; para después llevarlo a cabo,
sabiendo que tendría que esperar a que se calentara el sartén para poner la
carne o el huevo, si hay…, después sacaría los platos, serviría, esperaría un
poco a que se enfriara -tortillas ni pensar, no tengo ganas de calentarlas-, y
bueno, el problema de masticar, el arduo proceso de ir cerrando y abriendo la
boca, cerrando y abriendo, sintiendo el peso de la mandíbula, la resistencia de
la comida que no quiere ceder, que se empecina en conservar su forma, hasta que
al fin, después de un dinosaurio de tiempo convertirla en pasta, en esa papilla
a que se reduce tooodo el esfuerzo que gastaría desde el momento en que
decidiera levantarme de la comodidad del sillón hasta este momento de hartazgo…
No, no quiero
hacer nada, aunque, a decir verdad, de vez en vez me dan unos arranques de
hacer algo porque estar así echado, no crea, cansa, uno se da cuenta, al fin, de
sus dimensiones y de sus años.
Pero hoy la verdad
el mundo puede prescindir de mí, aunque me gustaría leer a ese pinche Onetti,
pero pensar, ¡pensar!, qué digo pensar, despertar de esta modorra, no. También me
gustaría hacerle al escritor, salir de ese marasmo tan brechtiano, convertirme
en uno de sus hombres futuros, que sinceramente es tan utópico, pero bueno, no
me voy a explicar, estoy fatigado.
Qué difícil es
comprometerse con algo en domingo, quizá por ello las manifestaciones que
suceden en ese día se sientan tan vacías; además, si se da cuenta, los matrimonios
se hacen en su mayoría en viernes o sábado. El que se casa en domingo dice sí
por pereza, porque no tiene fuerzas para luchar a favor de su instinto de
conservación; pero es que pedir vida y humanidad, tener algo de temple en el
último día de la semana es una mentada de madre, digo, ya el lunes nos está
recordando nuestra condición de asalariados –si bien nos va-, para preocuparnos
en otra cosa que no sea olvidarnos de nosotros. Y por si esto fuera poco, para
mí este domingo cayó justo después de un día de madres que comí de una manera
tan atascada que La gran comilona se
queda corta.
No sé, de verdad
quisiera disculparme con usted pero no tengo las fuerzas necesarias, desearía,
lo juro, que esto que está leyendo fuese a algún lado o tuviera un desenlace,
pero ahorita tengo el cerebro lleno de grasa, por no hablar de mis partes
pudendas. Además, sí, es verdad, por qué no decirlo, la culpa la tiene Onetti,
yo sería más activo si sus personajes no fueran tan perezosos, no sé por qué a
todos me los imagino echados o mirando hacia la ventana, pero siempre fumando y
bebiendo.
En mi casa eso es
imposible, por desgracia el colchón ya está muy viejo y los resortes son unos
infelices que no les gusta compartir la cama conmigo; y la ventana donde paso
la mayor parte del tiempo da a una pared, y ¿qué se puede pensar cuando el día
esta amurallado, cuando la humedad del cemento es la única constatación que se
tiene de la lluvia? Digo, sé cómo va a estar el clima no por mirar el cielo
sino mi pared, a veces siento que si pierdo esos tabiques se me caería el mundo,
vería las cosas como realmente son cuando me atrevo a cruzar la puerta de la
calle, y sería terrible, eso de ver a mi tía chismosa todo el tiempo es el
verdadero rostro de la desgracia. Además, no es un secreto, odio con un amor
único a las personas, no me gusta tratar con gente; al menos la pared me deja
imaginarme todo, crearlo a mi imagen y semejanza, desgraciadamente en días como
hoy, en este domingo sin pies y sin relojes mi mente simplemente está echada y
sólo veo una pared gris, inamovible, eterna; y es tan domingo el día que ni así
tengo ganas de calzarme, bajar la escalera, cruzar un baño, un cuarto, la
cocina, la sala, girar la perilla para constatar que el mundo vive, que allí,
sentadita, viendo pasar trozos de palabras, mi tía, las hila y espera un saludo
para inventarme alguna enfermedad venérea o alguna virtud que dios me libre de
tener.
Por si fuera poco,
he de confesar que tengo la sospecha de que el mundo desaparece los domingos, o en esos días que no nos alcanza para
imaginar ni un cuartito con un prado adentro, ya no digamos para pensar en una
mujer. Ahorita ni fuerzas, ni manos, creo que me quedaría dormido a la mitad…
total, si bien se ve, no es tan malo ser de vez en cuando el festín de los
mosquitos.
Es una buena playa esa, una forma de vivir a lo animal, echado. Algo me pasaba a mí hace tiempo con los domingos, que me deprimían todos. La verdad es que tu texto me ha comunicado tal pereza que la pequeña maquinaria del lenguaje no revoluciona. Y eso que es martes, pero no trabajo. Me gustaría pensar que el día era el indicado para esta entrada, pero eso de pensar...
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