La primaria fue difícil, fui un
gordo inocentón, aunque animoso. Si bien, fue el rostro de las mujeres lo que
empezó a excitar mi curiosidad (sobre todo “esas frentes amplias como de
fiesta”), el secreto bajo las faldas fue lo que realmente desembocó en una sed
por el conocimiento, por descorrer los tejidos de obscuridad que me eran
vedados.
En mis primeras
etapas estudiantiles la máxima sabiduría provenía de las furtivas expediciones
hacia las bragas. A veces no eran más que juegos o pequeños frutos de
insubordinación ante las madres del colegio, pero en éstos también había
aprendizaje, aunque la experiencia duraba poco más que unos segundos, el tiempo
del fisgón.
No era por vicio o
porque buscara un recuerdo que excitara mi pantagruelezca virilidad, aún la
mirada ni se hacía vidriosa ni espumaba veneno. No, era por descubrir algo que
se ocultaba y que me estaba negado por una santísima trinidad genética: por ser
macho, por ser rechoncho y por ser chaparro.
Descorrer el velo
de la ropa, asomarme bajo los flecos de las faldas eran las formas de violar la
prohibición, de revelarme ante una condición milenaria, católica y santurrona
que veía en la carne la esencia del pecado. Además, yo de alma goliarda,
necesite desde muy joven y sigo necesitando de todas las turgencias del mundo
para vibrar.
Al llegar al
Jumentud (mi escuela secundaria), el mundo de faldas se volvió triste en
comparación con las secundarias de gobierno, cuyos dobladillos dejaban orear
las rodillas y partes de los muslos o era permitido -al menos no estaba prohibido- el uso de pinzas para resaltar los glúteos y las caderas; por si
fuera poco, las faldas de secundaria llegaron a ser erotizadas y se renovó el fetiche por aquel disco de
Molotov –en ese tiempo ni había leído Lolita
ni me imaginaba la maravilla que haría muchos años más tarde con mi pellejo–, y ése sí me proporcionó un desfogue de virilidad
en varios sentidos, pues canciones como “Puto” nos permitían burlarnos de
algunos compañeros, otras nos hacían desgañitarnos de “rebeldía” y nos habrían
una veta crítica hacia el mundo y su sistema político que no habitábamos más
que por el bisel de nuestros padres y que el mismo sistema educativo soslayaba,
pues no había cabida, ni la hay en un salón de clases, para la expansión de furia
e inconformidad que todo puberto experimenta: con su cuerpo, con sus
progenitores, con los maestros, con la vida, etc. No digo que esté mal la
educación, se tiene que tener un orden, poner a funcionar ciertas reglas para
tener apaciguado a ese zoológico que es todo alumnado. Pero Molotov, en una
escuela con una rigidez bastante marcada, nos permitió desfogar y abrir la
entraña para no enloquecer dentro de nuestros pantalones, para sentirnos, como
dice un gran amigo, machos alfa, “el todas puedo."
El
otro inconveniente, a parte del tamaño desproporcionado de las faldas, fueron
las malditas licras. En la primaria aún se tenía fe en los varones y las madres
dejaban abierto el campo de algodón extra virgen; en la secundaria, el campo ya
no tan virgen, rara vez se podía vislumbrar; ni qué decir de admirar los
pliegues y curvaturas de unas bragas. Sobre todo era horrible que las bragas –que
linda palabra, tan de rasga y rompe– fuesen negras, pues parecía que un muro de
sombra, que una oquedad había difuminado lo que natura había dado, como si de
buenas a primeras las mujeres se hubieran quedado sin glúteos y sin sexo. Ello
no impedía que una manada de perros hambrientos moviera la cola, pegara sus
hocicos, narices y falos a los vidrios que daban a la escalera de hierro
amarillo para ver subir el espectáculo de muslos y glúteos que se daba cada
mañana después de romper las formaciones. Para mí más que un ritual, era una
necesidad, el vuelo de las faldas aireaba la mañana y permitía sobrevivir las
primeras clases, era lo que me incitaba a levantarme día con día para ir a la
maldita escuela. Mi vida sin saberlo estaba predestinada, porque en esencia qué
otra cosa es el cuerpo sino belleza –bueno, no todos–, y yo aún persigo esas formas aunque, tristemente, la mayoría de las veces es por medio de la palabra.
Si
mi secundaria y preparatoria son recordadas y queridas, lo son por
ser el crisol de primeras experiencias que fueron un deslumbramiento, una base
de lo que sería mi futuro; la primera revelación y la principal fue el sexo,
fue comprobar su rotundidad, sus dientes, el ardor y el dolor, sus pétalos
anchos de olores profundos y negros que me fueron hincados en esos seis años
escolares.
Mi sonrisa era
sonrisa porque estaba sostenida en la vitalidad de la femineidad que empezaba a
abrirse, que maduraba más aprisa que nosotros mismos, niños hasta el fin de la preparatoria;
nuestros cuerpos no eran como los de las mujeres de doce y quince años que ya se
revelaban ante las faldas bajo las rodillas y los chalecos que no podían
impedir la exuberancia, en algunas bestial, del tiempo; los cuerpos femeninos
iban en contra del uniforme del Jumentud y de sus poseedoras, que empezaron a sentir la mirada espesa,
embrutecida, la mayoría de las veces, embobadas de ese ganado al que sigo
perteneciendo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario