Al salir de la primaria, una de monjas,
yo esperaba un cambio de suerte, había perdido como veinte kilos, sabía
defenderme un poco, lo necesario para que me dejaran en paz. Mi vista comenzó a
crecer y al mismo tiempo a encontrar su claustro, su retiro espiritual en los
chalecos apretados de mis compañeras de quinto y sexto. Sobreviví y pensé que
al fin podría vivir en una secundaria como cualquier otra, como a la que iban
mis primos. Total, no éramos ricos y además las colegiaturas eran
abominablemente altas. Desgraciadamente no podía medir las capacidades que
tenía mi madre para el trabajo y la privación, así como en el amor desmesurado
que nos tenía y que terminó aplastándome.
De buenas a
primeras me dijo que iría a una escuela privada, que era dirigida por un
sacerdote y que necesitaba subir mis promedios para alcanzar una beca. No pude
contestar los golpes de palabras, en ese momento mi mundo se encerró en una
única pregunta que podía salvarme o hundirme del todo: ¿dime por favor que es
mixta?
Llegó el momento
de la entrevista para ver si el padre director me daba su venia para ingresar,
había una niña con sus respectivos padres en la dirección, no juzgaré si era o
no bonita, aunque sí lo era, lo más importante fue que ¡era una niña! y eso me
alegraba. Yo no tuve problemas en entrar pues mi historial monjeril hablaba
sobre mí. El padre me puso una mano en la cabeza, me despeinó y le dio a mi
madre la ficha de inscripción, la niña también se quedó y la naturaleza, en los
seis años que estuve en el colegio, fue bastante bondadosa con ella.
Al salir de la
oficina me detuve en el patio, horroroso, mucho más chico que en la escuela
donde estaba, no había una división entre canchas de futbol o basquetbol, entre
secundaria o preparatoria. Me di cuenta muy pronto que sólo los mayores podían
jugar en él sin temor de ser aplastados, privilegio del cual gocé en quinto y
en sexto de prepa.
La escuela me
pareció un orfelinato o una prisión para menores, color verde vómito, opaco,
triste y era tan angosto el edificio que, a pesar de ser un chaparro de oficio,
me sentía asfixiado, como si el mundo se hubiera ensañado con los josefinos (a cuya
congregación pertenecía la escuela) y con todo aquel que se atreviera a entrar
por esas puertas. Después me di cuenta que existía otro instituto con el mismo
nombre y que pertenecía, igual que el mío, a los devotos a san José; donde el
lujo y la libertad, al menos para lo que importaba: el recreo; eran completamente
diferentes a los nuestros. De hecho, unos compañeros y yo cuando fuimos a
dichas instalaciones, como expertos catadores de piernas, rostros y senos, nos
dimos a la tarea de investigar y comparar a las colegialas de allí con las
nuestras; después de haber sacado una cantidad considerable de fotos –rollos y
rollos, no había tecnología digital-, nuestro instituto volvió a perder. Quizá
nos cegó la novedad, la ropa apretada, los tirantes del sostén que sobresalían
de los hombros; sea como sea el panorama fue descorazonador; aunque me otorgó
un álbum onanista que me permitió superar esa crisis y algunas más, de allí mis
sueños de ser fotógrafo de Play boy.
Mi escuela,
próxima a ser convertida en una sucursal del UNITEC o el Valle de México o en edificios
departamentales…, se llama aún Instituto Juventud. En la actualidad el verde
vómito sigue presente pero ahora, después de la renovación que yo ya no viví,
parece, al menos la fachada, un baño público, ¡por dios quién en su sano juicio
le pone azulejos! Si la tumban, que lo harán, será en parte por ser tan fea, y
sí, juro que me duele y lo que quieran, pero es que es fea, si fuera mujer no
creo que alguien quisiera sacarla a bailar, es tan “planita la pobre”.
La
segunda cosa por lo que será tumbada es por la glotonería económica de la misma
congregación, si ya no produce que la tumben, la educación poco importa; la
tercera, y a eso se debió el que fuera una buena escuela para maestros y
alumnos, fue su disciplina. No es posible que en las escuelas en la actualidad un
alumno le quiera pegar al profesor, ¡y lo haga!, como ha sucedido en escuelas
como el UNITEC; y aún más terrible, que después de hacerlo se defienda a esa
bestia en lugar de al profesor o que los propios padres o familiares acepten el
soborno como práctica legal –pagar por todo, hasta por el título es también
soborno- o sobajen al maestro con frases como: ¡Usted no sabe quién soy yo, con
qué derecho reprueba a mi hijo!
La prepotencia, la
falta de atención a la niñez y juventud originan estos comportamientos
absurdos. El maestro no está para educar ni para cumplir caprichos, el maestro
está para inculcar conocimientos, para hacer que el niño o el joven empiecen a
usar su cerebro para discernir el mundo, para observarlo y emitir un juicio,
para razonar y no a aceptar ciegamente un credo o una ideología.
En
mis tiempos de estudiante era impensable insultar en público al profesor -los
apodos no entran en este rubro, son parte del crecimiento del estudiantado, es
una manera de asir y expresar la esencia de x o z individuo-, ahora el alumno
intenta por todos los medios de engañar al que trata de llenar su cabecita
hueca, éste saca su celular en clase o abiertamente se burla del que pasó toda
una tarde preparando lo que en ese momento trata de transmitirle.
Sucede porque se
ha visto la educación como un negocio y sale más barato correr al profesor que
al alumno y porque los padres no le han enseñado a ver al maestro como una
figura que se tiene que respetar por el simple hecho de que él le enseña algo
que ningún otro…: el modo de valerse por sí mismo, de afrontar la dureza, la
parte más áspera del mundo.
El maestro y la
educación en nuestros tiempos son desechables. No le conviene a los grandes
capitales tener una sociedad instruida, como tampoco a la clase política que la
prefiere atarugada, agachona, sin opinión crítica para que sea fácilmente
controlada y puedan, a sus anchas, seguir sangrando al país e hinchándose los
bolsillos con nuestro dinero a partir de palabras vacías, sin fundamento,
creando espejismos de bienestar que son promovidos por ellos mismos a través,
por ejemplo, de los medios de comunicación.
Es lamentable que
la mayoría de la sociedad no esté capacitada, ya no digamos para distinguir el
oro de la paja, sino para ver en la compra de una casa o en el de un vestido valuado
en miles de pesos un abuso de poder y de confianza, un robo artero, una burla y
un cinismo abierto ante una población hambrienta, con problemas de salud y
educación terribles. Derechos fundamentales del ser humano que parecen
secundarios para todo político que prefiere gastar miles de millones de pesos
en campañas electorales, en viajes, en publicidad que en el mejoramiento de las
condiciones humanas; ¿para qué invertir en educación, en salud y en alimentación?
Es mejor tumbar una escuela y ver la ganancia económica. La congregación josefina
en este sentido parece seguir los lineamientos económicos y políticos del mundo
actual, ¿qué, si no, representa la venta del Instituto Juventud de Santa María
la Ribera?
En aquella época a mi
madre no le importó el asqueroso edificio, las faldas largas de las compañeras,
ni el acartonamiento en el intercambio de saludos entre hombres y mujeres; lo
que a ella le interesaba era lo que la escuela me podía aportar: disciplina y conocimiento.
Puedo decir que en estos aspectos el instituto cumplió de manera sobresaliente,
aunque habría que matizar.
(continuará)
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