Hay que dar la primera dentellada y
después no cejar, seguir tragando aire, horas, fragmentos de perfumes, sombras;
comerse entre calles y comidas la alegría de unos senos que dan forma al
recuerdo de un café o las piernas, los muslos, los glúteos comprimidos en un
pantalón que sobra, pero al tener demasiada imaginación los echaría al final de
menos.
No es fácil, nada
lo es, los colmillos crecen hasta muy tarde, hasta que la rabia escurre como
una densa baba, casi negra, casi mercurio quemado o como miles de hormigas
ardiendo, chocando entre ellas, aplastándose al salir de un hormiguero recién
abrasado; los incisivos, en cambio, necesitan de cierta mala leche, de algunas
canas, de un punto gris o una luminosidad opaca en los ojos para empezar a
encajar sus raíces, el bisturí que disecciona todo, que lo deja abierto,
sangrando, en un grito ahogado y constante…
Tener una
dentadura completa es muy parecido a un proceso gástrico, casi espiritual; pues
el hambre inicia con el deseo, en la cabeza, con cada pensamiento que nos hace
darnos de bruces con el mundo, con la idea que tenemos de nosotros mismos y que
nunca es exacta, siempre hay algo que no sabemos, que nos hace rumear una y
otra vez hacia dentro, más allá de ese palacio de vísceras y huesos.
Uno desde que nace
tiene la necesidad de morder porque la vida se devora, jamás se nos da; vivir
no es nacer, la vida se tiene que arrancar e ir tragando, se exprime a cada
paso en esta ceguera que es el tiempo, en el rompecabezas desdentado del
destino. Porque vamos sin ojos y tenemos que estar dispuestos a quemarnos por el
propio tacto, por nuestra piel y la otra: la exacta, la imaginada, la posible y
la dada y que siempre, aunque no queramos, nos sorprende; porque no sólo el
cuerpo, sino el otro, en su totalidad, es un faro en medio de la noche, una
brújula enloquecida, ese espejo sin cristal del cual somos también un pequeño
reflejo. Porque tampoco somos eternamente en soledad, hasta el pensamiento deja
de mantenerse de onanismos, ni siquiera se pudre, sólo se seca, se hace polvo,
nada.
No se nos regala
el amor ni sus sufrimientos, mucho menos las pocas sonrisas que desgajamos, por
ejemplo, del olor a mandarina que persiste en los dedos o de esos muros o esos
árboles que alguna vez fueron el universo de un rey o una reina con las
rodillas raspadas y los calzones rotos; o de esa tarde, la tarde que se
transformó en aliento, en secreto ahogado y enrojecido, en noche abierta que
nos transfiguró, que hizo de la piel trigo quemado y de los huesos un límite roto,
lejano, disperso, sólo una memoria de derrotas que nos parece ajena, casi
imposible ante la llama, ante el oro sonámbulo que somos por un instante.
Al ser arrojados
al mundo gritamos para apurar el crecimiento, hay que mamar y después clavar
los dientes en los pezones para sentir el sabor acibarado de la humanidad: su
carcajada, su odio, pero también su ternura; necesitamos dientes y palabras que
se les parezcan para encajar el cuerpo a una forma que nos inquiete, que nos
persiga, que nos arranque la espina dorsal y la siembre en ese terreno que buscamos
y que pisamos sin saber que es el nuestro, que es esa patria, esa isla, ese
mundo, ese dolor, esa luz que hemos arrancado por nuestra empecinada terquedad
de sólo existir dentro y fuera del tiempo, dentro y fuera de alguien, dentro y
fuera de nosotros mismos, dentro y fuera de lo que llamamos vida, destino,
mundo.
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