Hace ya muchos años quise entender
mejor a mi madre, más bien, comprenderla un poco —sería una locura pretender y
querer descubrir más. En aquel tiempo —mi niñez—, codiciaba ese placer que
entre sorbo y sorbo paladeaba, envidiaba esa manera que tenía de salir de sí y
de sus hijos, dejándonos tirados en la sala o en la cocina buscando
a ciegas el pomo invisible de esa puerta que segundos antes ella había girado
para mirar “aquello”, para asirlo, para entrelazar sus pasos y sus manos con “eso”
y salir a tomar aire lejos de nosotros.
Cuando se iba de
esa manera, las miradas en la casa quedaban atontadas, las mías con las de mi
hermana tropezaban y después se caían para no volver a levantarse, contemplábamos lo pegajoso
que era el tiempo embarrado en las paredes, en el reloj, en las líneas de la
mano, en la frustración de las uñas, ¡vaya!, perdíamos el camino de las
palabras, ¿qué decir cuando el hilo que lanzaba mi madre y nos ataba a los tres
quedaba roto porque ella había decidido pirarse, ser feliz? Yo envidiaba esos momentos, no sé si era por
quedar apartado de su mundo o por no poder fugarme del mismo modo.
También quería ser feliz, pero feliz de esa manera aunque no supiera en
realidad cuál ni cómo era.
La única pista era
el café, todo tenía su origen allí y en esa cafetera de principios de siglo XX,
abollada, como si hubiera resistido una guerra mundial, varios exilios, y a fe
mía, suficientes desengaños y confesiones.
A pesar de los
cambios de cuidad jamás se perdió, quizá es la amistad más fiel que hemos
tenido; su edad hasta la fecha no ha sido impedimento para que su andamiaje de acero
y su corazón negro sigan trabajando a borbotones calientes como aquel primer
día, quizá el de la creación misma del mundo, de dios.
Está en la cocina,
guardada en el horno —como tantos trastos— y no puedo pensar en ella más que en
pasado —al menos en la actualidad. No fue así siempre, en mi niñez era un
objeto desconocido; posteriormente, con un poco menos de inconsciencia, se
transformó a mis ojos en el instrumento con que mi madre se libraba de nosotros, la
máquina del tiempo y de los sueños, su TARDIS, no mía porque yo no conocía sus
virtudes, pero sabía que su aliento estaba compuesto de olvido y presencia, que
por su gracia aparecían los fantasmas familiares, inocuos, necesarios; después
descubrí, con los años ferrados a mi cara, las aguas de la soledad y la orfandad
de las sombras que también se agazapan en su cuerpo.
Mi primer
acercamiento real con la cafetera o nuestra primera amistad se dio al verla tan
hecha a las manos y a la sonrisa de mi madre. Lo que más me gustaba —aún lo
es—, era ver subir el líquido por el prisma de cristal que coronaba la tapa,
impaciente por salir, por bañar las tazas de porcelana. En esos momentos la
cocina olía más a cocina que nunca, hasta el sol decidía escabullirse del
jardín para trepar la pared de ladrillos e ir pegándose a las ventanas y lentamente —cuando todos
estuviéramos hechizados por el olor y el burbujeo— atravesar los cristales
hasta amodorrarse sobre el mantel o zambullirse en el líquido. Pero el café era malo —aún con azúcar—, amargo
como una boleta de calificaciones o como las calcetas caídas de aquella niña de primaria o como ese “No” dado por la misma niña de calcetas caídas. Mis
primeros intentos por fugarme junto a mi madre fueron fallidos, lo único bueno
era que ella tampoco se iba al ver las muecas que hacía con cada trago.
“Si no te gusta no
lo tomes”. Me dijo una y otra vez hasta que lo dejé por la paz; pero era
tanto el querer disfrutar de la misma experiencia que hace seis o siete años lo
intenté de nuevo. El café era igual de malo o peor —aunque cada vez eran más
fuertes mis regresiones hacia la infancia, cosas de la edad—, seguía siendo
Nescafé y a veces Nescafé Diplomat, yo sentía invariablemente que una llanta de
tractor me pasaba por encima de la lengua; además, cada vez que se me ocurría
decir que el café era un asco las miradas de desaprobación no se hacían esperar
—lo mismo me pasó y me sigue pasando al tomar el café de Sanborns y del Vips y
de todos aquellos lugares que preparan el americano con un espresso y agua caliente o que siguen y seguirán recalentando aquel brebaje hasta el final de los tiempos.
No cedí, no podía,
además ya estaba enviciado de literatura, y varios de los escritores que me
gustan —Cunqueiro, Josep Pla, Alfonso Reyes, Maupassant— decían que no hay
mejor forma para conocer a una persona que por medio de la comida, ¡es de vital
importancia para el ánimo del hombre! Maupassant decía que una mala digestión puede
llevarnos al suicidio, a un estado tal de pesadez que tornaría inhabitable
el mundo y ligero el movimiento de la cuchilla de afeitar bajo la barba.
Y es verdad, mi
madre, cuando habla de café, parece dirigir la luz de sus ojos hacia una región
sin tráfico, sin contaminación, hacia un mundo anclado en un pasado quizá creado
por ella misma, perteneciente más a la imaginación y al deseo que a la memoria.
No por ello menos vital, al contrario, la sinceridad de ese otro mundo se podría
—y se puede— descubrir simplemente al mirar sus ojos, allí en el café está
contenida parte de su ser, de su personalidad.
Ver
esa cara medio satánica beatificada (conste que no transverberada —sería
realmente traumático para mí—) por las reminiscencias del grano recién molido o
infusionado me dejaban intrigado. Al principio creí que era una especie de
droga nada más, que no se tomaba por su sabor sino por el efecto. ¿Quién podría
tomar algo tan desagradable? Sin embargo, cuando ella se llevaba su mirada y el
tiempo, a veces nos iba dejando una casa llena de palabras dulces, un sendero
de sabores para guiarnos hacia ella, sin una silueta precisa,
apretada; al contrario, el lenguaje y el gusto se desbordaban en aromas y yo
empezaba a salivar a pesar de saber lo que tomaba… Y es que era tanta la
vehemencia, la sabiduría que aparentaba al contar sobre otro tipo de bebidas
preparadas con aquel grano: el turco, el capuccino —con canela encima—, el
espresso…; que era imposible no querer disfrutarlo como ella, no querer conocer
más sobre esa semilla.
Nada
había de especial en aquel brebaje, ni siquiera en el de olla: Legal; que mi
abuela —vestida a perpetuidad de negro— hacía en cantidades industriales para
toda la familia, como si viviéramos en un velorio perpetuo o esperando el
cadáver de alguien; a veces sólo matábamos o nada más desplumábamos al tiempo,
pero eso sí la taza bien grandota y el líquido hirviendo, aún burbujeante, a
mayor temperatura mejor el café.
El líquido, por
más que trato de decirme que no, era malo, pero no había otra cosa, nadie
conocía lo que era una prensa francesa y mucho menos un dripper, ninguno
prestaba atención al tostado, al contrario, el café es bueno porque es amargote
y el grano está perfectamente tostado al tener una cobertura negra acharolada —el tueste
cubano o italiano—, además sólo las señoritas lo toman con azúcar o con
cremita.
Así de fácil la
bebida se convertía en un atributo de la masculinidad, en una verdad inamovible.
El sentido del gusto era capado, un hombre debía de tener la lengua anestesiada,
muerta; y esa mentalidad, sobre todo esa mentalidad impedía mejorar el sabor
del café. Es más, lo que sigue imperando en la mayoría de cafeterías y cafés de
la ciudad es “la tradición”, a pesar de que ésta muchas veces nos deja sin
gusto y sin estómago.
Lo que rescato de aquel
tiempo y lo que sigue provocando el café —aunque ahora es otra cosa el grano
que preparo—, es que éste es un catalizador y un crisol de experiencias, es la
hoguera de la tribu. Sin éste la familia se disgregaba, las tardes se hacían
más pesadas, la sobremesa más corta y un hueco, que nada tenía que ver con la
gastritis, quedaba en el estómago.
En mi casa eran
las palabras, aquel territorio que a veces mi madre nos compartía, lo que
me decidía a tomar un poco de aquel brebaje —eso sí con leche—, porque éste
hacía posible la sonrisa, la concordia con mi hermana en un territorio desconocido,
selvático y hostil como fue el de la infancia y después en otro tan caótico y
urbano como fue el de la juventud.
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