No sentimos el tiempo, sus patas
hasta que giramos la cabeza y lo vemos muy atrás, y sin embargo levanta una
amenaza que eriza la nuca. Por más empeño, lo único que distinguimos son sus cuartos
traseros. Las plantas de sus patas delanteras están tan fundidas y confundidas a
las nuestras que no sabemos separarlas ni distinguirlas, porque el tiempo es igual
a uno mismo, por ello tan diverso. Toda mención de éste es evocación
terriblemente vivida, febril, porque el pasado comienza desde el punto mismo de
nuestra decadencia —el hoy—, y viaja desde la actual degradación hacia el
inicio o hacia aquellos instantes de plenitud: goce y dolor; que fustigan los
sentidos golpeándolos con el ayer.
El tiempo ido nos
muestra un ser completo, con sus facultades físicas intactas o en potencia. Inalcanzable
ya, tan redondo y tan tangible en esa ineptitud de músculos y huesos del ahora;
dolidos simulacros que nunca se apegan al original, a esa puesta en escena de
lo que fuimos, por eso los tatuajes son tan peligrosos, porque son una marca de
lo irrecuperable, de un instante ya degradado, reliquias de lo que fue sólo una
vez. La rememoración del presente es un deslinde con este momento que jamás se
acuña, que nunca es porque siempre está siendo; mirarnos en perspectiva es
agravar las diferencias con nosotros mismos, la distancia con eso que creemos
ser.
Únicamente las
personas que no se compadecen de sí mismas con el paso de los años, que logran
conciliarse, aceptar la podredumbre física, la merma intelectual, la pérdida de
los alfabetos de su mundo, son las que llegan a sabios; muy pocas lo logran, la
mayoría que intenta seguir ese camino: domeñar al destino y domeñarse a su vez;
y no lo consiguen, o se suicidan o enloquecen, o sufren una nostalgia que las
hace irrecuperables, las condena a ser un asilo de sombras, esa casa en ruinas
que alguna vez conocimos, quizá sólo en sueños, en ese golpe que descalabra la
infancia, pero a todos nos habita y termina —detalles más, detalles menos— por
ser la misma.
Somos una resta
que nos va sumando años, enfermedades, muertes, días que cada vez serán menos,
porque las horas nos acercan a la tierra, a la nada, a Quevedo. Somos la brutal
comprobación del nunca más, de la persistencia del polvo, somos el roce del
olvido.
Sostener la
mentira de la juventud, de los ideales rozagantes es un empeño fracasado, además
es imposible ante los espejos interiores que nos habitan y nos miran con mil
pupilas desde una infinidad de laberintos que hemos construido para guardar
intactas ciertas hojas del calendario; pero irremisiblemente de nuestros vicios
de nostalgia, cada recuerdo es custodiado por un monstruo —¡Crecen tan rápido y
deformes!— que día a día tiene más hambre, trema por salir y devorarnos, su baba
asoma por la comisura de nuestra propia boca, sobre todo en los momentos de
soledad, que cada vez se van haciendo más anchos.
Somos un hígado
picado que se regenera demasiado lento, levantamos edificios tan altos que el
vértigo nos hace caer, construimos tantos círculos en el agua que terminan por
ahogarnos; acabamos, finalmente, masticados dentro de nuestros pasados.
Dentro todo está
en movimiento y son esos espejos interiores los que hacen el balance de
nuestras vísceras, el juicio valorativo, rencoroso de lo que nos va quedando.
Y sí, yo tengo
demasiados fantasmas y muchos más olvidos, ya no soy aquel, pero aún los mismos perros muerden
mi corazón, todavía estos versos de mi juventud siguen vivos, al menos por hoy, 8
de septiembre de 2015:
A
veces eyaculo sin motivo,
amargo como hoja de coca,
tristísimo como bosque de lluvia,
como ala sola de otoño.
A veces jugando al dominó
o esculpiendo la piedra de la mente:
no la flor, sino su matemática;
no la llama, sí todas sus variables.
A veces eyaculo sin motivo;
en palabras, en obras y omisiones;
en olvidos y rememoraciones;
en los postes de luz, en los bares,
en los cafés, sobre un gato o un ladrido;
en la putilla
del rubor helado
o en niñas de calzoncitos lívidos.
A veces me vengo, hay veces, ay, veces
que… me vengo, me vengo sin mot ivoo…
y ah… soy un o, soy todo ssoy na a da.
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