El vagón está medio vacío. A todo
lo largo van y vienen los silencios, las estaciones. La gente se concentra en
la basura no barrida, en algún periódico que nadie toca —la enfermedad es
invisible, nos acosa desde esas manos desconocidas, desde ese asiento
desnalgado, virulento—. Una mujer hurga en su bolsa sin encontrar nada, sin
buscar otra cosa más que diluir los minutos, de apurar ese lapso que
no sirve, que no es útil. El viaje es un punto
muerto entre nosotros y nuestro destino.
Hace mucho calor
acá abajo, codo a codo nos damos la espalda. Las miradas son oblicuas -cuando se
entregan-, la luz del ojo muestra un diente torcido, irritado, a veces, socarrón.
Nadie ve esa parte tan al aire, esa soledad sobre el maquillaje, bajo la
mochila de los estudiantes, entre las piernas, entre el frío constante de todos
los días. El profesionista aprieta contra su pecho un legajo triste, un absurdo
futuro de oficina, de encierro prometido. El futuro es una hoja con las esquinas
amarillentas, unas medias y zapatos gastados, desvaídos, el pelo ahogado bajo
kilo y medio de gel. La ciudad está encima de nosotros, nos aplasta.
Una mujer frota y
vuelve a frotar una tarjeta de quince años: vestidos, coronas, zapatillas,
arreglos de flores, salón…; sonríe, sigue frotando, piensa en los deseos, más
en los suyos que en los de su hija. Alguien mira con tristeza su calzado, se
concentra en esa mancha dura como si tratara de limpiarla, de hacerla
invisible, de borrarla con su mente, de su mente, a su mente. Más allá una chica besa a su
acompañante y tuerce la mirada hacia mí, me roba estas palabras, aquel beso
que debió ser mío.
Entramos al túnel,
ensalivamos, entripamos la oscuridad; las luces eléctricas de cuando en cuando
nos retienen y nos olvidan. Desde una de las incontables fracturas del túnel algo
respira, infla y desinfla un vientre descomunal para un cuerpo tan disminuido. Nuestros
ojos se cruzan, se confunden sin identificarse; el hedor traspasa los vidrios
del vagón, me impregna la ropa, me raja una costilla, duele el costado, tiembla,
el aire me hiere la boca, el silencio.
La oscuridad olvida
con demasiada facilidad, esteriliza y cauteriza al instante. Allí abajo nada
tiene nombre, no hay un censo para la tiniebla y la desmemoria. ¿Era un niño,
era un hombre, un viejo? ¿Era algo? No hay lógica ni fe que pueda armonizarlo
con el mundo, no existe, no debería, no en mis ojos, ¿por qué en mis ojos?, ¿por
qué pesa tanto la claridad?
¿Cuántos habrá
enterrados allí, renaciendo allí, abortados, cagando, cogiendo, mordiéndose,
pudriéndose, odiándonos allí? ¿Existiremos para ellos de la misma forma en que
son imposibles para nosotros? ¿A quiénes culpan? ¿Padres, amigos, gobierno,
destino? ¿Culpan? Tantos, para nada. Somos tantos.
Son un fallo en el
sistema humano, en el progreso, en el mecanismo mismo de la ternura, de este
tren que en un segundo los borrará al llegar al andén. Todos saben que la luz
está más allá del túnel, adentro no hay nada, no puede haberlo de ningún modo.
La claridad viene de afuera y de arriba, no es un pozo, no es una entraña vacía,
no es la contorsión de una sombra y un estómago inflados por el hambre y los
gusanos; las ratas tienen los ojos negros. Él no, estaba sentado, rígido, no
era su silencio mi silencio ni sus ojos los míos, no había odio, no había nada
más que unos ojos, nada más que un trozo de algo parecido a la luz, algo que
quema en frío, que persiste a pesar de la obscuridad, a pesar de saber que la
luz está más allá de su alcance, al final, muy, pero muy al final del túnel.
Se abren, se cierran
puertas: rostros cansados, ojos al límite de la vigilia, sin sueños; cuerpos
que se empujan, que se funden en desequilibrios diarios, hombro con hombro
fastidiados; despeinándose, odiándose, matándose para ser felices, para pagarse
la cama, el trago, la televisión, los zapatos, el maquillaje, el celular, la
lejanía, la soledad.
Cierro los ojos,
me arrebujo en el asiento, pienso en Saer, en Onetti, en Sweig, en Millás, en
la LITERATURA. Finjo que hago algo, que escribo, que estoy despierto, que mis
palabras son… Muerdo hasta la vergüenza mis consignas, mi discurso de
intelectual, muerdo hasta sangrar esa luz, esta luz, que es otra forma de edulcorarme
el olvido.
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