Hay momentos que definen el día o
lo cambian: una puesta de sol, un vaso de agua, la maquinaria del café sobre el
corazón, la sonrisa de quien lo sirve, una mirada capturada en su secreto, unas
piernas que parecen mirarnos, el juego que da vida a los niños y a las calles o
el breve temblor de unos senos en el transporte público.
No
podemos ser felices en soledad, para vivir necesitamos algo más que nuestra
desnudez, que el consuelo amargo del pensamiento. No estamos hechos para el silencio,
tenemos voz, oídos, manos, un cuerpo hecho para entregarse al mundo, para que
el mundo se nos entregue todo, en un instante o en plazos.
La
misma literatura es una unión con otra persona y con otro universo diferente al
nuestro; todo arte es comunión, y es un camino que nos conduce a algún lado
—hasta el sinsentido tiene sus rutas—, quizá más cerca o más lejos de nosotros
mismos, pero siempre encontramos algo en ese viaje.
Hoy
no quería salir de casa, porque siento un peso enorme sobre el pecho, como una
plancha de metal aplastando lentamente mi carne, triturando huesos, descosiendo
venas, reventando órganos, sin vocación de odio, sin juicio, por azar o como si hubiera sido yo quien hubiera decido colocarme abajo para colapsar mis pulmones, el
aire, el tiempo mismo.
Porque hay veces
que la cabeza es abierta por manos invisibles; no sé cuántas, que empiezan a
revolverme, a amasar, a anudar los pensamientos, y todo se vuelve denso, se
vienen abajo en un instante los minutos, las horas; y el nudo cada vez aprieta
más, tanto que no parece estar en mi cabeza sino enrabiado al cuello.
Una
casa es demasiado cuando se necesita respirar, cuando todos los colores se han
secado a pesar de que la lluvia no para, de que todo es una tarde tras los
cristales empañados. Todo es demasiado cuando no queda más de nosotros que una
mirada negra y la propia sombra parida ad
nauseam en pasillos y cuartos, oscureciendo muros, adensando alfombras, llenándonos
de una sola silueta dislocada, fría, inconmovible, nuestra.
Es
precisamente allí que un cuchillo, de la nada, pende sobre la nuca, y es mejor
colgarse la mochila a los hombros e intentar salir, tirar la llave del regreso
—no vaya a ser—, quizá al volver encontremos otra casa llena de claridades y
una llave que nos la abra.
Hoy
precisamente salí casi arrastras, sin pies; porque cuando uno va perdiendo el
mundo, cuando la tristeza o el spleen
se apoderan de la garganta y de los ojos, uno empieza a borrarse, la cabeza
choca consigo misma y se rompe sin ruidos, cae del cuello sorda, y no sabemos
dónde ha caído, en alguna parte de ese laberinto de vísceras y sangre en el que
estamos confinados, pero dónde.
Cuando
uno anda así, se debe de ir a tientas, palpar las boronas de luz, perseguirlas
como las persiguen los ciegos, esquivar las sombras y buscar ese indicio de sol
porque siempre los ojos apuntan hacia allá. Cuando lo encontremos, hallaremos la
cabeza y ésta subirá solita por los hombros, dichosa de encontrarnos un poco
más claros que antes; ya sólo será cuestión de aventar un poco más los pasos,
de girar un pestillo para ir haciéndonos con nuevos pies. Esos pies que se forman
con el camino, sobre otras sombras más frescas que es necesario beber y guardar
para ir lavando las que quedaron en casa y nos descolocaron la cabeza.
Debemos
salir para ir desinflando esos monstruos que vamos alimentando en soledad, hay
que salir para que las aguas del pensamiento no se estanquen y sigan
produciendo peces alados y flores como mujeres y niños mercenarios que nos acuchillen
la mala cara, la zozobra que de la nada empieza a habitarnos siempre.
Lo maravilloso de
la vida es que no sabemos con qué o con quiénes nos toparemos al echar a andar.
El encontronazo con el azar es un encuentro también con la infancia, esa época
de milagros diarios, de flores que siguen el camino del sol, de semillas
venenosas que es mejor ni tocar, y de pactos, de amores eternos grabados en las
cortezas de los árboles, en un beso que quizá nunca se dio y que siempre nos hincha
los labios; todo ello seguirá allí, a pesar de nuestros olvidos, a pesar de
nuestra falta de fe, de nuestras muertes cotidianas.
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