No soy muy asiduo a los encuentros con escritores, de hecho no me gusta salir a ningún lado. En
lo concerniente a los literatos, no voy a firmas de autógrafos, a
presentaciones de libros, a sesudas charlas sobre la novela actual y su papel
en la era electrónica, etc., porque ni hay vino de buena calidad en los cocktails y, además, tiendo a idealizar
a los que me gustan.
Sucede
que aún tengo fe en que un gran escritor es un ser bondadoso, sencillo, “humanista”;
pues su trabajo se centra, esencialmente, en el hombre, en sus derrotas, en sus
búsquedas, y en menor medida, en sus victorias —siempre parciales. Estos
intelectuales deben amar —según yo— al hombre para escribir de él.
Desgraciadamente la historia literaria, en su faceta de chisme cultural, nos da
nutrida cuenta de lo equivocado que estoy con respecto a esos bichos de tinta.
Fui al Coloquio de Letras Hispánicas
para conocer a Ana María Shua por varias razones, la que importa aquí es su
escritura. Me parece de una sinceridad y bondad excesivas, con esto me refiero
a que su obra no es pedante ni engolada; no finge ser lo que no es, no trata de
apantallarnos con un caudal de sentones ni retórica vacía; al contrario, el
bagaje cultural está al servicio de los textos, es una tesela más, de las
muchas que forman esos azulejos de escritura, esos malabarismos de palabras, de
filos delgados que muchas veces nos dejan con las bocas y las manos abiertas, con
los ojos vueltos al aire, observando los cuchillos de tinta que no se deciden a
descender a nuestras manos, a reincorporarse al juego que en un principio se
había establecido y que de repente ya es otro.
Los
cuentos de Ana María Shua son fronterizos, su patria está en movimiento
continuo, podemos ser espectadores y actores, estar dentro o fuera de un
territorio múltiple, como la realidad, el sueño o la imaginación o como tantas
maneras de mirar contenga la ficción.
El
extrañamiento, la sacudida que nos generan sus cuentos, la pirueta y el salto
mortal son vuelos sin red de seguridad, son un azar para nuestros ojos
perfectamente calculado por la escritora. En la charla con universitarios mencionó
—no con estas palabras— que: el giro, ese golpe, esa sorpresa en el lector se
puede dar al final como al principio de un texto o extenderse a todo lo largo
de él. Por ello, cada narración nos deja sin asideros, sin posibilidad de
predecir la cuchillada. A veces es el mismo título del cuento el que nos
asienta el golpe definitivo —no el único—; en “Inmortal”, por ejemplo, perteneciente
a Fenómenos de circo, el ejercer una
profesión no del todo grata, se agrava cuando se es, precisamente, inmortal.
Las
ficciones de Ana María Shua muestran la ceguera del hombre ante hechos que
pasan delante de él, deja patente que lo terrible no está tanto en lo
monstruoso que puede llegar a ser un individuo, sino en cómo ese individuo se
ve así mismo o lo ven los otros.
Fui
a su charla porque su prosa es de una pulcritud y sencillez cortantes, de una
claridad que ciega si no se sabe mirar la luz, porque ésta requiere una vista
entrenada; la luz deforma al igual que aclara; habla, al mismo tiempo que mantiene
el silencio; es diáfana y densa; interrogación más que respuesta.
Por
todo lo anterior temía un desencuentro con una escritora que admiro, tenía
miedo de que me pasara igual que una de las minificciones que leyó en el
evento, “La que no está”: Ninguna tiene tanto éxito como La Que No Está. Aunque
todavía es joven, muchos años de práctica consciente la han perfeccionado en el
sutilísimo arte de la ausencia. Los que preguntan por ella terminan por
conformarse con otra cualquiera, a la que toman distraídos, tratando de
imaginar que tienen en sus brazos a la mejor, a la única, a La Que No Está.
Sí,
no quería que esa mujer, madura, hermosa, que sonríe satisfecha y algo tímida,
fuera en realidad algo muy distinto a La Que No Está, a ésa que había imaginado
únicamente a través de su escritura. No fue así, cuando empezó a hablar sus palabras
fueron cálidas, amigables, hacía bromas consigo misma como cualquier ser
humano; la cordura no la había abandonado, tenía los pies en el suelo y la
disposición de responder cualquier tipo de pregunta, de tornarlas, incluso,
inteligentes.
Al
ruedo desfilaron estudiantes que la admiran, que eran capaces de decirlo en un
aforo casi lleno, de desnudar la pasión que sienten por su obra, de enseñar las
entrañas sin sucumbir a odiosos pudores que llegan con la edad.
Desafortunadamente, yo soy demasiado tímido para tener un arranque como el de
aquellos.
Y
esa timidez hizo que, cuando la tenía delante de mí antes de iniciar la charla,
ni siquiera la saludara. Ella vio que la miraba, quizá esperaba que le alargara
un hola, digo, la fui a escuchar, es lógico que al menos quiera saludar a la
escritora a la que fui a ver; pero no, me quedé callado y perdí mi oportunidad.
La segunda vez que pude hacerlo, fue en la firma de sus libros, traté de
organizar unas palabras, de expresarle al menos un poco de mi admiración, pero
cuando uno es tímido y abre la boca las palabras generalmente son de una rareza
apabullante. Ni una foto le pedí, vaya de que cuando los hay, los hay.
Agradezco
profundamente a la escritora que haya aceptado la invitación de los estudiantes
de Letras de la UNAM que hacen un coloquio con escasos recursos económicos —me
gustaron sus playeras negras, por cierto. Cuando me enteré que iba a venir la
autora de La sueñera no podía
creerlo, puesto que no se le iba a pagar un sólo quinto. Otra razón fue para
ver concretizada la tozudez de los compañeros de letras en traer a Ana María
Shua, en especial la de Lorena Sofía Granados, logró lo que a mí me hubiera
parecido imposible, ¡felicidades! Que
por muchos años más viva el Coloquio de Letras, y que nunca deje de ser eso, ¡un
coloquio!, un espacio para la inclusión de ideas, diálogo, encuentro de
sensibilidades puestas al servicio de toda la comunidad universitaria, de todos
aquellos que sienten una especial inclinación por los asuntos del espíritu
humano.
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