Primera mesa
Mi intención no era hacer la crónica de nada,
quizá el lugar —Instituto de Investigaciones Filológicas—impuso el género. El
espacio nos determina siempre. Se trataba de un congreso que tuvo una
inauguración maratónica: 9:30 a.m. Por desgracia, el madrugar no es mi deporte.
Llegué a las diez, la primera
ponente me hizo recordar mis años en la carrera y las clases de lingüística, a
Nebrija y a la omnipotencia de la Real Academia Española. Esther Martínez Luna tuvo
la gentileza de disculparse por el peso de esta disciplina en su análisis,
necesario. El tema, nuestro idioma; el título: “La hegemonía del lenguaje: la
pronunciación como marca de identidad nacional”.
Un criollo
mexicano, antes de la independencia —cuenta Martínez Luna—, manda una carta a un
diario; pregunta sobre cuestiones del idioma, sobre si es correcto o no
pronunciar de tal modo x palabra. La epístola causa polémica, recorre las esferas
de la intelectualidad. Unos están a favor de pronunciar según el orden
virreinal y otros no. El idioma, explica la investigadora, es una toma de
posición política y cultural. ¿Este problema ha cambiado? Por
supuesto que no estamos en vísperas de la Independencia —detalles.
En la actualidad,
¿no nos encontramos con españoles que escriben Méjico en lugar de México
arguyendo aún al acta de nacimiento del idioma?
Hablar del
lenguaje es asunto ríspido, porque es un animal vivo, uno que se adapta a una
infinidad de ecosistemas. Los diccionarios dan cuenta de sus transformaciones
en el pasado, y al mismo tiempo son herramientas de una época y cultura
determinadas, pero nada más. No predicen el futuro, y el presente del idioma
siempre se les escapará, porque éste nunca deja de transformarse. El error de
la Academia Española es querer fijarlo, seguir creyéndose imperio. Necesitaría
una y mil excepciones para tratar de ponerle su corsé, por supuesto, es
imposible.
Lo interesante de
esta primera ponencia fue la importancia de la lengua, no ya como hecho
estético, sino como base de ese hecho, de su apropiación, de su carta de
naturalización por los criollos mexicanos, porque éste nos deslinda de los
otros, es la base de la Independencia, de su conquista, y de cualquier otra; pienso,
por supuesto, en la española. Imponer el idioma es imponer una visión del
mundo; apropiarse del idioma es moldearlo, particularizarlo.
La segunda
ponencia fue casi un regreso al Renacimiento, al conocimiento enciclopédico y
humano, donde artes y ciencias eran partes fundamentales del artista. Bueno, no
tanto, las ciencias duras quedan excluidas de los oficios de los intelectuales
—escritores— del XIX. Según el investigador Bobadilla todos los ámbitos de la cultura
y de las humanidades están representados en la pluma. La literatura de este
modo es el crisol con que se representa la realidad, mejorada, porque la
escritura también es un arte y un ideal por perseguir.
Era difícil seguir
a este hombre, la boca era más rápida que la palabra escrita, tenía urgencia
por desbarrancarse. Era una metralla que se acallaba únicamente para cambiar el
cartucho. Encontré el reposo cuando dejó las hojas y se dirigió a la audiencia.
Habló como si contara una leyenda de pueblo, como si estuviera entre amigos. Su
voz no estaba en su rostro, me recordó la amistad. De ahí surgió la ponencia,
la obsesión por una sociedad más humana, por un ideal…, sólo posible en los
terruños del arte.
De la siguiente
ponente no recuerdo gran cosa, su charla se perdió en datos dispersos, en
anécdotas de sus cronistas que no lograban cuajar en un todo. Traía apuntes,
datos que sacaba aquí y allá. Confiaba en su voz, en el enredo dulce y familiar
de su voz. Por momentos, parecía que recordaba una receta de cocina muy
elaborada. Una lástima, faltó levadura para capturar y encerrar todo ese
aliento. El pan terminó por desinflarse, quizá mucho tiempo al horno y variaciones
en la temperatura. Es cosa de checar la receta, seguir el orden e ir párrafo a
párrafo, digo, paso a paso. Recuerde, no mezclar antes de poner la harina y los
huevos.
Tuve problemas con
la siguiente ponente, olvidé el lugar, no fue mi culpa, fue ella. Cabello en
orlas, negro, húmedo, lluvia, concluía al inicio del cuello, sí, lugar común:
blanco. Ojos grandes, me recordó a las actrices del cine mudo, a aquellas de
Chaplin o de Keaton. Esperé la carcajada, la situación chusca, nada. Puros ojos
esa mujer. El cabello escurre de la frente, una calle, un farol, siempre un
crimen. Nada. Hay mucha luz en la sala, el mundo sigue —continúa hablando la
ponente anterior—. Cruza los brazos, espera su turno.
¡Imposible! No
puede, no debe hablar ni por todo aquello que exprime su ceño. Pertenece al
cine mudo, es que no la ven, no queda claro que su mundo no es el de las
palabras, al hablar se perdería, nos quedaríamos sin los sueños del
cinematógrafo, nos quedaríamos, ¡horror!, con
un crítico literario.
Se pone lentes, ya
es otra, no la conozco, me volteo, le niego mis ojos, quizá repasa sus hojas
mientras sonríe y habla para sus adentros: Y tú que querías ser artista.
Contempla, ve los párrafos, la claridad de las ideas, los conceptos atinados,
justos. ¡Artista!.., ¡loca es lo que eres!
Afina la cara, el
ángulo crítico, la vista se pule bajo los lentes, ya no hay rebabas de histrionismo,
ya no hay ensueño ni cinematógrafo…
Escribo —la anterior ponente aún continua rememorando
su receta—, tengo ganas de ser memoria, no la mía, ganas de que esa mujer que
se ha perdido dentro de ésta quede fija, viva, posea su escala al menos en este
simulacro de mundo, tenga su jardín y su destino —demasiado intelectual, lo
borraré —apunto.
De repente, la
ponente anterior, al fin, ¡termina! El aplauso es enorme, casi vitorean por la
conclusión de la ponencia y por el broche de oro: —Perdonen, ya no me queda
tiempo.
Tengo miedo, ella
la que no es ella se dispone a hablar. Voz geométrica, me enchina la piel —soy
masoquista—, le falta orden a mi vida, nada a su ponencia. Versa sobre EI imparcial, de su distribución y
precio, de sus lectores, de la ideología que defiende. Habla del sentido de
lectura —me apeno de la mía—. No, no me apeno tanto, bueno sí, pero no, porque:
¿no promuevo la lectura como el mismo diario?, ¿no denuncio la impunidad del
deseo?, y, ¿no es un crimen estar sentado a las diez de la mañana con la carne
triste?
Lo mío hubiera
llegado —quizá— a un “discurso fascinado por lo sangriento y lo macabro” si acaso
hubiera existido un farol, una calle y un crimen, si ella hubiera sido una
estrella de cine mudo…, quizá me podría analizar, sería su imparcial, no sé,
tantos crímenes hay en el mundo…
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